En lugar de la noche, cruzo el agua de los espejos, procuro abrir
el libro de las parábolas y entregarme a la meditación
del retablo que armé con estoicismo de anacoreta.
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LECCIÓN DEL INSTANTE
Vuelco al pájaro de los pensamientos sobre las baldosas
de los brazos sostenidos en el desvelo; avanzo en el instante
en que las palabras se detienen en las esferas sostenidas del entusiasmo;
cuelgo mi capacidad de sueños en el respiro de la conciencia,
borro el reloj desvalido que deambula en las calles,
sigo el río andado en las tardes, en las cuartillas de la tibieza,
sosteniendo el destino del poema, las palabras cansadas
de resistirse, el rastrojo que muerde mi saliva impunemente.
A cada día le reconozco por sus plurales lecciones de crepúsculo;
muerdo las tardes que el tiempo olvida en su alforja:
atravieso el olvido resguardando los poros de la intemperie,
los insectos que a voluntad muerden el universo,
este dolor en la claridad del pecho, el poema de difícil navegación,
el firmamento en el barco del fermento del orgasmo,
la batalla que libro cuando la lucidez no es obediente.
Antes de llegar a la caverna de todos los días, los meses esquivan
las ventanas nefastas de la oscuridad: ancho es el paisaje en el vértigo
de los ojos, el roce del cuerpo con las rastros del paladar.
En lugar de la noche, cruzo el agua de los espejos, procuro abrir
el libro de las parábolas y entregarme a la meditación
del retablo que armé con estoicismo de anacoreta.
Entre el día y la noche, aprendo las lecciones de cada instante:
escribo en el alma de las piedras cada poema, escribo en la materia
de los dientes, en el cuerpo a solas que cada vez crece desde dentro.
Siempre crezco puntual en la materia del asombro;
crezco en el golpe de lengua del paladar que me da la luz,
la dureza de la orfandad a lo largo de las pupilas,
esta voluntad sin límites apuntando a las espigas,
afán que las aguas lamen en la perseverancia de las palabras;
a veces conspiro contra los gemidos del orgasmo, la tinta
que brota, salta sobre el cuaderno,
siembra en cada página años de andamio, calles con velocidad
de humo, paraísos donde los altares son perfectos manicomios.
En las ventanas madrugadas por los pájaros,
hay travesías mortales de francotiradores, piedras talladas
en el rescoldo del pecho, signos borrados de gaviotas,
telares donde la turgencia celebra conjuros y rendijas, cocinas
de miradas tibias, como el médano debajo de las sábanas.
Ante el arroyo que hiere mis proezas de horizonte,
trazo techo y casa, el poema que me afirma sin evitarlo,
el conjuro que regula mi tránsito y restalla la meditación:
cada día es diferente el paisaje tutelar y sin embargo espero
aquel mendrugo de rocío en las manos del altar de las mañanas,
donde de seguro escribiré mi último epitafio: el silencio
Como compañera de la razón, el prólogo de mi eucaristía.
Barataria, octubre de 2011
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