EXTENSO PARPADEO
Hacia los agujeros que se forman en
la soga, el vasto parpadeo
de los féretros, los pensamientos
agregados al crepúsculo,
la sombra monótona e impasible de los
cuerpos: el confín aprisiona
los ojos junto al agua de sal que
presiden los suspiros.
Me zambullo en la almohada rutilante
de trenes.
Siempre es terrible divagar en el
cuchicheo de algún pétalo
extinguido; alguien, de seguro,
conserva todavía algún respiradero
para los olvidos. Algún té para
mitigar el cansancio.
Alrededor de esos vastos golpes,
cabecean los sepultureros
del silencio, mientras la niebla
garabatea algún panegírico.
Son vastas las muertes colgadas en el
aliento. Uno lleva en cierta
forma, pedacitos de tumbas en el
costado,
noches de relámpagos desmoronándose,
rasguños de algún infierno
húmedo, o simplemente abolladuras en
los espejos.
Crujen las tarjetas postales en su
remolcada caligrafía.
Descienden, se desclavan los paraguas
solemnes del tiempo:
una puerta rechina y agiganta mis
laberintos, las solas palabras
con llaves. De vuelta a la página, el
litoral remoto de pájaros,
las calles abiertas al paladar, los
gritos gigantes de las ventanas.
Una esquirla en los ojos juega a ser
puñal.
—Espero aquí, el sermón vertical de
los pedernales.
Siempre espero como un cirio la
limosna que nos da una ración
de eternidad, en esta luna de
amordazados nombres.
Entre el ruido de un hueso y otro, la
hojarasca de los fuegos inaudibles.
Allí, cerca del suelo, la piel y su
ahuecado sombrero,
los baldíos de la noche.
Nunca hay certeza para saber cuánto
crece la sed.
.
Del libro: «Mi memoria se ha cansado
de llover y esperarte», 2022
©André Cruchaga
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