EPÍSTOLA PARA PERE BESSÓ
Se desmadeja el ovillo de
pinzas espléndidas
de los ciervos volantes
hacia el horizonte de la duda.
Pere Bessó
En la ranura del cierzo, el himen del infinito. Tal el corazón secreto
de los días mutilados. En la tinta del árbol, acude en devoción
el pájaro para morder las secretas raíces del alfabeto.
En los exteriores del paraíso, el invierno de yesca del tiempo
de Bachelard, o Thomas de Quincy el hormiguero kantiano
del desvarío. Algo así como «la novedad de la vida nueva».
Siempre crecen los pájaros a manera de añoranza de las Églogas
del relámpago capturado por la ojera anterior a las ventanas.
Dentro del juego del paraguas desaliñado del alfabeto,
caben los días imposibles de los barquitos de papel,
la garganta demoledora de las sombras, los corales ultramarinos
de la lengua sobre el picacho horaciano de las perdices.
Un día en la diversidad de los ombligos,
el desvelo dentro de la parcela del sótano en que vivimos.
Sedimentado el mito del zapato inexorable del que ara,
—voz posesa de cierta arqueología: arador de los destellos
en pupila de fuego. Todo cabe en
la novedad del tiempo incipiente.
La imagen del pétalo siempre nos evoca el dardo del génesis
en los ijares. Aquel olor a recuerdos sin equívocos
del que da fe Caballero Bonald en su libro de «Las horas muertas.»
A diferencia de los vestíbulos, el poema es una criatura despejada,
en las manos de André Gide, que no es hijo de Santa Teresa,
ni del último delirio íntimo en la salvación del hombre.
Dilucidada la virginidad del musgo, se puede transparentar
lo inescrutable de la consumación teológica del tiempo.
Eso diría el yo profundo cuando bullen las carpinterías.
—El yo de Bob Dylan o Jimi Hendrix, en la redención del poema,
mientras la punta del alba pincha el muelle del pecho.
O se disuelven vigorosamente las cosas, como diría San Pedro.
Del libro: «Objetos para armar», 2005
© André Cruchaga
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