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UNIDAD DEL DOLOR
No sólo en el poro, en el aire,
en la sonrisa de la materia, este confín tangible
que traspasa flama y aliento:
discurre y quema el candil de la memoria.
La dolencia reconoce la ropa y
los ultrajes retorcidos del filo de los cuchillos,
los clavos y la madera, adentro; —otros
rostros de antaño en la ceniza.
Todos los meses abatidos en la
cavidad de la garganta.
Dondequiera la caverna y sus
largos huesos de espejos, la ventana del luto,
como un cuerpo: es la sombra
perpetua e inaudible entre las manos.
Sólo el parpadeo, o el destino
desasido de los rieles.
Memoria y cuerpo en el arbusto de
los insomnios, en el goteo de una página
tras otra, en la sal hipotética
de los litorales. —Éramos vos y yo.
Pero descendimos a las sombras, temblorosos
de frío y miradas.
Muertos de caminar, los despojos
acordes al fragor, a la altura del desatino.
El delta del dolor nos hace
unidad en las esquinas, o en los callejones.
Ante la llaga que nos cae como
lluvia, es preciso un candil de certezas, una luz
que limpie la atmósfera o el
horizonte, y anule los espectros.
—Éramos vos y yo. (Mi ropa abruma como los rieles en mi
espalda.)
Éramos una sola boca en los
astros dibujados en las paredes. Ahora, extraños
en los brazos, en la flor del
escombro, unidos en el fósil de los zapatos.
A lo humano que nos desoye, el
viento en el dintel de los relámpagos. El viento.
A la fatiga incesante que nos
holla de pretéritos, la cobija del escombro.
—Éramos vos y yo. (Sobre los
durmientes fríos mi herida.)
Barataria, 16.XII.2015