©Obra
de Willem de Kooning
ZAGA DEL
TIEMPO
Detrás de cada
cual, los brotes solos de luz y el
aullido de la tarde,
en su vasto
ensimismamiento. (En lo profundo, la
sombra invasora),
y la sed como un columpio
lento de espejos al azar de la gratuidad
de los vacíos que
oscilan omnipotentes en las miradas.
Las sombras con su
forma de pupila atraviesan la memoria;
la arcilla asciende
hasta las vértebras con su intemperie de garganta:
atrás la aridez
que desangra la ternura, en su desventura invariable;
la orquesta de las
aguas inunda los sentidos hasta el punto de volver
imposible las
pupilas. Pienso en los espejos a discreción de los ojos.
(Siempre,
al final del laberinto, la nada: origen de la pira.)
Vendrá después el
mar del rescoldo, la flama posesa de la hoguera.
En la parte
posterior de los relojes, el cuerpo que amaba del océano,
y las palabras de
sal en la boca y las calles siempre despiadadas.
Cada dolor se
nutre de las múltiples heridas del sueño: nada retorna,
ni siquiera la luz
acobardada de un candil en medio del entrecejo.
Nada vuelve al
corazón ahogado, sino el cuchillo de la náusea o, acaso,
la agonía bestial
de la propia miseria que ladra en la deshora.
Después de todo,
también la voluntad calla como un funeral…
Barataria, 2014
Del libro: Primavera de arcilla
©André Cruchaga
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