INSTANTE DE ESPEJOS
En las cicatrices que nos va dejando el tiempo, no
existe póliza alguna,
sino una voz ensombrecida, mutilada en sus ecos.
Toda la polilla que destilan los espejos, tiene esa
lenta sequedad
de baldosas, el puño de vocales en el aliento, es un
calambur
anisado de ventanas, o un pedazo de fuego que arrecia con el
viento.
A veces es sordo el frío que se arrima a los poros,
estrecho como el palabreo del país, dudoso como los cementerios
aledaños al vecindario. Nudoso como gemido de trompos.
Los párpados vacían la palidez de los aromas cercanos
al mundo
del abismo. No
me imagino otros espejos a esta oscuridad devota
de las espinas. La alegría también suscita goterones de techos
sajados por el invierno. Bocas con furia de hambre.
Las begonias tienen su propia perspectiva, algo así
pasa
con las braguetas, con la escupidera de los números,
con los asilos sobrecargados de la respiración,
con el hoy, aquí, adormecido de los esqueletos y el
zoológico.
En los piojos de las postrimerías, uno abre la
morfología
de los sobrenombres, y ese pañuelo donde bautizamos la salmuera.
La historia retumba de incensarios sordos y acólitos,
de guacales
con arañas donde se bautiza cada atisbo de futuro.
Florece el acomodo, momento de rapiña y artificios
libidinales
y esa ganas de morder la carne hasta llegar a lo inevitable:
el vuelo derretido, la mosca masticada.
Uno oye a la almohada y al silencio, después, como un
entierro.
Queda dicho, entonces, cuándo es que se siente la
última lágrima.
Del libro: «Mi memoria se ha cansado de llover y
esperarte», 2022
©André Cruchaga
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