Imagen cogida de la red
DESTELLO DEL ECO
Uno quiere
ver la virtud de la hojarasca cuando la toca el eco del viento.
En los
pasillos de la ceniza, se llena de preguntas el respiro, la patria siempre
huraña, desnuda de enredaderas.
A veces no
hay luz en toda la lavandería del aliento, ni en el mar desterrado
de mi
pálpito, ni en el fuego de unas llaves urgentes,
ni en las
calles donde es habitual la copiosidad de los sustantivos,
ni en el
retrete mudo, hermano de la pobreza.
Uno va, como
es costumbre, alejándose del mal de ojo del silencio del grafiti.
(O a la inversa, si es necesario, sin alterar la
desnudez del territorio.)
En defensa
de mi claridad, evado las curvas del subsuelo: nunca dejo
que los
zapatos se apropien de lo sombrío que se nos da en raciones diarias;
de vez en
cuando asoma su nariz la esperanza como una pelota de plástico
en los ojos
de los niños. A menudo, sobre las piedras, la lágrima y no el rocío.
Uno aprende,
de cierto, a lavar todos los días la alcancía del crepúsculo,
a masticar
las aguas tetelques del tiempo,
a sumar los
candiles como pétalos de kerosene de la oscuridad.
Arrugado el
calendario de los sueños, cabe de seguro en los ojos:
cae la gota de
esperma del país, sobre los andenes profundos de los brazos.
Sobre mi
sombra, el ciempiés enrollado de la tinta.
Cada eco es
extraño en el granero del cuaderno (es
siempre así cuando el grano
de tinta, rebasa el surco de las albadas.) El
abismo tiene sus propios ecos.
Lo sé por
los que se van y nutren mi boca. Por los que quedan en la destrucción.
Barataria,
16.IV.2016.
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