Imagen cogida de la red
VÍSPERA DEL INCENDIO
Del anterior
olvido algo nos sobrevive todavía: el quinqué de las esquirlas,
y la ilusión
guardada en los aleros de aquel remoto tabanco de gemidos.
En las
anticipadas náuseas de los goterones, toda la congoja y sus grietas.
─Nadie
fallece en la víspera, se nos ha dicho.
Y sin
embargo, el territorio, allí, ─duelen sus escamas de pez moribundo.
Duele
levantar los susurros sordos de las osamentas pasadas.
Duele el
aroma degradado de los viejos olvidos, la boca como una fosa quemada
donde no
caben los alelíes, ni las begonias.
Duelen los
brazos del tiempo cuando estos tocan las vigas de la memoria.
(El anonimato talla sus graneros.)
Aquí, uno
pasa de un abismo a otro: ya no hay necesidad de cavar,
para
entender los códigos, y los mensajes y los destinatarios: son tan habituales
como los monólogos tras bambalinas, tan ciertos como la ternura proscrita
en los
lupanares, el incendio ha estado junto a nosotros, en todas partes
donde los
espejos se desparraman y no existen máquinas tragamonedas,
sino goterones de
espejismo en los ojos.
Caen
anticipadamente las furias del estiércol, la lengua de los náufragos.
Antes de
destapar el fuego, la olla de presión de los harapos.
(Uno puede entender la previa oscuridad de las
estrellas, la cercanía, por cierto,
de las confabulaciones, el blanco disfraz
del azúcar.
Más allá de la próxima gaviota, está de nuevo la
noche y su decapitado camino.
Hay fuegos indemnes como este de los exorcismos en
el pleno mediodía.)
Barataria,
19.IV.2016.