Imagen cogida de la red
PARADOJAS
Uno no se distingue entre el ala
siniestra del cuervo y el de las moscas.
Entre un troll y los cachivaches
en los andenes, a fin de cuentas esta geografía
es un concepto decadente en donde
el morbo y la obscenidad pululan
como los ciudadanos del hampa.
Uno se acostumbra a ver el pillaje a diario.
No es locura mórbida el búho de
la ignominia mordiendo las heridas.
A veces las libélulas de la
ficción tienen sombrillas y paraguas, por si acaso.
A veces, el azul solo es posible
en la asimetría de los ojos.
A veces, en una página se oxida
el pedal del cardumen, el interior ciego
del polen, los ojos multifocales
de los comedores públicos.
A veces, uno trepa al cielo, a
través del delantal del viento. Desde el
nudo
enmohecido de las agujas, ¿quién pespunta el farol de las luciérnagas?
Existen balanzas con rostro de
trapecio sobre la espalda y galopes oscuros
en el camuflaje de la hojarasca. (Entre tantos nombres, el de la madre sola
y la tarde con sus baches incontables y el aliento tupido de la
oscuridad
y la bolsa de los ojos con sus arrugas de cansancio y este
ambiente de calles
con cuetes silbadores y esa enfermedad prolongada por el poder
y esos absolutos como un puntapiés o manotazo y ese escabullirse
sin disimulo
y ese cántaro de la memoria que se quiebra con la adustez.)
—Uno quiere hablar sin dañar la
mollera del establishment, sin que se
quiebre
el pocillo de sed, ni se cuartee
el alma con el mal de ojo de las ojeras.
Vos sabés que a ratos hay
necesidad de hacerse el sordo. La cruz Pispilea,
—de pronto—, como el rezo de
tantos difuntos…
Barataria, 2016
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