Al final, uno siempre está condenado a la memoria, al tanteo oscuro del deleite:
en las manos se desintegran los espejos, zumba la profundidad del bosque,...
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BOSQUE SUBTERRÁNEO
Ante tanta rareza hoy en día, (supongo, sin embargo, que siempre ha sido así) me refugio en el bosque a condición de que Tristán Tzara, me de la luz de ciertos estados sobrenaturales: la epifanía de los pétalos, por ejemplo; la rama monástica de las semillas, no la caja de Pandora, ni las lianas que amarran a los dioses. Yo, habitante inconcluso en los asteriscos del viento, quiero a golpe de proverbios, entender el paisaje inmemorial de los senderos, pues, adentro de los símbolos hay arco iris vírgenes que pueden entrar de incógnita a mi memoria. No sólo en la superficie transitan bosques, sino en los nichos con inscripciones de escalofrío, fondos que adivina el pálpito. (De pronto, viene Perséfone, su rapto en el inframundo, también el eco embriagador de las Ninfas, luego, caigo en el océano del más allá donde Eurídice escribe en su diario las penas y glorias de lo inefable.) Como un cazador primitivo, desafío cualquier indiferencia: toda caza es incierta en medio de la noche, cuando las pretensiones se ahogan en un vaso de agua, y el espíritu lee extraños mares, convulsos estíos de pájaros, cuando el vacío aprisiona la sombra del cuerpo. Al final, uno siempre está condenado a la memoria, al tanteo oscuro del deleite: en las manos se desintegran los espejos, zumba la profundidad del bosque, el ojo azotado por espectros, las cucharas y las sartenes, los himnos nacionales de la soledad, los tubos de ensayo como objetos autómatas del relámpago. Pero sigo admirando las peluquerías y el bosque vacío en la velocidad de los párpados.
Barataria, 28.VI.2012
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