De lo oscuro pasamos a las horas terribles se la sed:
a la limonada pervertida del vaivén de las hamacas, al guacal
cosmopolita del pecado, al cadáver, después de los molinos de viento,
cuyos dientes quiebran los espejos, el vaso derramado del volcán...
Fotografía de André Cruchaga
REHÉN DEL FUEGO
¿No seremos de su misma sensatez
Aunque el amor no viva sino un día?
JAMES JOYCE
He vuelto la mirada al mar y las gaviotas. Al jardín construido
en el tejado, al helecho de soles cárdenos en mis pupilas,
siempre a velocidades de orgasmo, o bien de relámpagos a manos
llenas, horizontes del tamaño del fuego en mi calendario
de juegos ensimismados: edad, sed, espejos, me acompañan,
―estás aquí a través de los muslos, pese al peligro de la violencia,
a donde vamos, el agua inmune del rostro, caída del tráfico;
a dónde nos volvemos uno sólo: en la estación del gran poder
del día, en el aserradero de la saliva, en el trapecio de la lengua
que atraviesa la garganta todos los días azules de azúcar.
La llave del poema rompe con la cáscara de huevo
o del granizo en el precipicio del jadeo,
o del taburete inclinado de la flama en pleno concierto de guitarra,
o el ansia que reina en la hondura del precipicio del lóbulo,
o la caverna que nos guarda de los ecos, nos aparte y pastorea
nuestras manos hasta alcanzar plenitud de antorcha.
Después de todo, los pasos que damos son de la sangre:
son todo lo que nuestro espacio permite, sed, arena, botánica
subterránea para nuestras caras en transición perpetua;
la carreta y los bueyes nos acostumbran a la acústica de pueblo,
gira el lápiz loco del sol de mediodía alrededor de las ventanas
de aire que promulgan los ijares,
el acecho de las tizas, los diferentes pasadizos del sueño,
a veces inexactos para nuestros molinos de viento,
ciertos con la acústica de las llaves en la cerradura, en poniente
donde la noche se agiganta, a momentos posibles en el poema.
De lo oscuro pasamos a las horas terribles de la sed:
a la limonada pervertida del vaivén de las hamacas, al guacal
cosmopolita del pecado, al cadáver, después de los molinos de viento,
cuyos dientes quiebran los espejos, el vaso derramado del volcán,
el cambio de fuego de los caballos, las siete flores blancas
del cielo, donde escribimos poemas en los labios.
A veces arde Troya en los poros del cuerpo, aun aquéllos
dibujados en el petate, absortos senos del alba sin sostén,
hechos para el café espeso de la noche, sin voz ni forma, líquido
con los vagones del ferrocarril de mi infancia,
al punto de gritar hasta alcanzar toda la luz, la semilla cocida
del atardecer, con el apio empapado de las furias.
(Soy rehén, ya lo he dicho, de este relámpago abierto en mis pupilas,
me nutro del polen de los girasoles y para ello tengo paraguas,
cuando en cascada cae la risa, las aguas de la lámpara del ombligo;
por todo, me quito la ropa de los solsticios,
parto hacia la alucinación de las linternas, construyo, así,
mi propia palpitación: la piel hasta los pies de la poesía.)
Barataria, 27.XII.2011
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