lunes, 7 de febrero de 2011

PENUMBRA LÍQUIDA


En la canción oscura del agua, las gaviotas muerden los peces
de la niebla: algo me dice que hay abismos verticales
en la respiración, en el gozne del ala, en los años de acendradas
paradojas, en la depredación de los alfileres.
Cuando la sal derrite su quietud, navajas líquidas
rompen los pañuelos;



PENUMBRA LÍQUIDA




Quemaré todos mis recuerdos, cuando llegue la noche,
para que no te molesten las espinas.
JORGE DEBRAVO




En la canción oscura del agua, las gaviotas muerden los peces
de la niebla: algo me dice que hay abismos verticales
en la respiración, en el gozne del ala, en los años de acendradas
paradojas, en la depredación de los alfileres.
Cuando la sal derrite su quietud, navajas líquidas
rompen los pañuelos;
En el ciprés del sueño, en la penumbra de la almohada, todo es
mundo movedizo: vaso profundo de jardines insólitos.
En el ajetreo de las ausencias, tibia la herida de las tapicerías,
el paraguas como un vilano en los párpados,
la luna en los torrentes del aliento,
el vértigo de los fósforos en los poros, el sexo sobre adoquines
líquidos: las ramas de la espuma como encajes de telarañas.
—Hemos vagado, insólitos, en medio de la sangre de los corales;
día y noche, las aguas del mundo subiendo escaleras,
mordiendo las algas oscuras del asombro,
el grito cotidiano de las pupilas,
el pedrusco de la colilla hecho extraño resplandor en la mesa,
al borde de la tristeza como una ciudad imposible.
(A la par de las ventanas ha crecido el desvelo y la vigilia:
el humo empinado del cierzo: la neblina que oscurece calles y ventanas,
los jadeos que duermen sin abrigo;
en otro tiempo, la vida tenía humedades incendiarias:
nos bajaba el sudor como un bosque, era exhausto el aleteo,
y espeso el espejo que nos miraba.
Ahora desconcierta la lluvia con su árbol rojo, —damos la espalda
a las begonias, miramos de soslayo la sed apretada del instinto.)
Estamos en la penumbra del País: todo crepúsculo es hollín
sobre el espectro de los litorales,
detrás de cada puerta reverbera el miedo;
afuera, la mano extraña de los gusanos, el buey retorcido del aliento.
Allí, la claridad hecha añicos, el invierno insoportable
de los abanicos, el cataclismo en bolsas de chocolate;
oscurece, también, la alegría en la boca: la fatiga se volvió endémica,
el corredor de los sueños con su propia indiferencia,
el extravío de la fe en los guacales de la razón,
las astillas empujadas en el amanecer.
Este País no da para un vitral de trenes, ni para que resistan
las luciérnagas, sino para el agobio: sólo es cierta la ficción
con sus personajes furtivos; sólo es posible la somnolencia líquida
de la obediencia,
y la oscuridad, al fin, dispersa en la memoria: las horas colgadas
de la saliva y los brazos extendidos sobre la hojarasca.

Barataria, 04.II.2011

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