Imagen cogida de juanpedrosalinero.com
SOMBRA
DE PIEDRA
¿Cuántos en realidad, adioses, cuelgan
de la sal de las estanterías, en los litorales de estatuas donde frunce el ceño
el crepúsculo? ¿Cuántas bocas, de pronto, ya no
son bocas, y tampoco llegan a espectros? Uno va cada día, supongo,
hurgando en los bolsillos del invierno, en la sombra de piedra de todos los
ayeres. La lengua de los recuerdos se arruga en los pedazos de aceras que nos
quedan después de gastar, allí, todo el aliento. Uno queda como los barandales
de la intemperie, como el hierro oxidado donde caducaron las sonrisas. Así
afrontamos las calles de la incertidumbre, los responsos fúnebres de los
ataúdes, los diferentes pabilos de los cirios. Uno siempre se arrima a los
atriles del tiempo con tantas fotografías y nombres en las manos. A veces es un plato
vacío donde no caben las cucharas: unos brazos callados y sin puerta acuden a
la memoria. Hay razón de cuánto yerran los ojos y la salmuera, de cuántas
noches sobre el petate, de cuántas nadas húmedas lamen la cara hasta el punto
del ruido. Sube el alambique hasta el último peldaño de la escalera que da al
traspatio de la garganta. Callamos, sin
duda, frente a los todavía obedientes del abrir y cerrar puertas, del subir y
bajar sin encontrar sólo la queja y los adustos peñascos de la ceniza. Aun en
el vacío los sombreros insepultos de cuanto nos muerden las alambradas, donde
se juega con pocilgas y chiriviscos sigilosos. En un momento arremeten como un
tsunami, y duelen y gotean sus
escombros, como duelen algunas sombras amargas, las del quebranto, o las del
exterminio. “…el barro de la ternura de los viejos recuerdos”, hace lo suyo.
Debajo del insomnio giran raídos estos recuerdos; otros se los lleva la
hondonada de la saliva, el cadáver de los crucifijos y los escapularios.
Deambulo en esta ensenada de ardores, en esa suerte de historia que se desliza
en la cama, en la lechuza oscura que ulula desde el otro lado donde el mundo
guarda otras impurezas. Hay adioses tan ciertos como las enredaderas y los
pantanos, tan verídicos como los desechos en los ojos, tan profundos, como la
herida que se lleva dentro de la conciencia. ¿Hasta dónde llega su severidad
atávica? Jamás conoceré mi nombre y mi mundo, el paisaje con agujeros en los
ojos, la diadema rota de las raspaduras, o el ansia triturada por el granito. Siempre
me conmueve la edad fenecida. Jamás he podido curarme la nostalgia, ni esta
avidez por los pájaros, ni ese imborrable caballo del viento en los ijares, ni
el agua removida con los dedos hasta salir del naufragio. Después de todo, a
veces me dan ganas de reír: reírle a las cobijas y a la señal de la cruz,
reírle al verbo ciego de la pesadumbre, reírle a la sintaxis rota del capullo,
morder sólo yo el mapa del dolor y los jirones de epidermis del silencio. A
veces da vergüenza pensar en los juguetes, salir a la calle y jugar con los
tiliches: bolsas de churros, neumáticos, envases de Pepsi o Coca-cola. También
pienso en todos los inviernos del ahora, y en los estómagos vacíos del sofoco,
y en esa desnudez ya muerta de los ojos. Me miro siempre en el espejismo de los
adioses.
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