¿Hasta dónde puede el césped conciliar mis ojos, el tríptico riguroso
del follaje, la cantina oval del cierzo, la robustez sin el titubeo,
el zigzag de los horcones y las lágrimas, dentro de puertas irrespirables?
Fotografía de André Cruchaga
CÉSPED EN EL ALBEDRÍO DEL ANSIA
Sobre el césped, calendarios de tinta, siglos de inventariar el nombre
de diversos caminos, el césped táctil de la lluvia, los testamentos
de la saliva que extienden su lengua más allá de los roperos establecidos
del follaje, los ritos paganos que profesa el instinto
cada vez que anochece al filo de los ojos, —los cascos de las aguas,
de las persianas tuercen el vaivén dolido de las estaciones: este descubrir
el universo cada día con las manos, al roce hondo de las paredes,
cuando la demencia se expande en el rostro como un hongo carcomido.
—Por ley natural nos toca el cordón umbilical y luego petrificarlo
en alguna alacena, hasta volverlo otro lenguaje aferrado a la historia
personal del tránsito. Nunca supe, qué cosa es el destino;
y sin embargo, entendí los tendones de ceniza alrededor de los zapatos,
sobre la joroba de la pesadumbre, en la voz desmembrada de la espuma
con toda su pureza de sal, salmos galopantes de las sombras.
¿Hasta dónde puede el césped conciliar mis ojos, el tríptico riguroso
del follaje, la cantina oval del cierzo, la robustez sin el titubeo,
el zigzag de los horcones y las lágrimas, dentro de puertas irrespirables?
Sé, sin embargo, que también la simplicidad duele. Duele el galope
del perfume, duele después de todo, la cama sin cobija,
y el parche poroso del cielo en el cuerpo y la vieja pirámide de la ilusión.
(También sé que la brasa de la linterna de la aurora, es otra forma,
sutil, de presentir el magnetismo de los sueños, reconciliar los poros
en el albedrío de la sed; cuanto más agreste es el césped; arduo
el sigilo que nos toca develar, la fuerza con la que sentimos el murmullo.
Nos movemos dentro de cierta perplejidad de círculos:
aldabas y aldabones y cerraduras, días que revientan al filo
del murmullo, del granito, de las especias reservadas de la ráfaga;
escarbamos hasta llegar al subsuelo de lo unitivo, es decir, al sol de azúcar
del portento, mismo que nos vuelve la boca y la piel, voz audaz del tacto.)
—Después de todo somos aire respirado por el aliento:
tan elementales como el fuego o el frío; tan ciertos que traspasamos
la flama que gobierna el candil, la pira que se suma al pálpito,
el jardín del césped donde perdura el gozoso extravío.
Nada es tan cierto que la germinación táctil del viento, la humedad
a goterones, este viaje sin que se agote el ansia, el velamen del suspiro
alrededor del fermento del imaginario.
Sobre el césped, vos, semejante a un alma indeleble; al arcoíris verde
del alambique, a todas aquellas almohadas donde crepitan las semillas.
Barataria, 19.II.2012
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