En presencia del aire carcomido, los tiestos quemados y desteñidos,
del adoquín sobre los huesos, artificios del poder en candelabros:
somos extrañas gotas del alambique solitario, aguas reventadas
en el pétalo de la saliva, al servicio de la ceniza o la alegoría.
Fotografía de André Cruchaga
CÁNTARO SUMERGIDO
Conozco los vacíos que dejan las iglesias en los ojos, las palabras
agonizantes, endurecidas en el agua, los designios cada vez mayores
del cántaro roto de la sinrazón, sumergido en el fluir de la memoria.
En el interior del pozo, el fuego dilatado, líquido de pavor;
el sonido desangra las bisagras del insomnio,
a veces en el quicio de la puerta se coagula la angustia,
la garganta absorbe el grito de los trenes, las manos hundidas
en el sueño, el espejo que siempre es un salto mortal sobre la hoguera.
(En el espantapájaros de la muerte, la vida nos engaña,
o es otra manera de latir con algún desenfado: ¿hacia qué hondura
nos hundimos, gris arcilla en el ojal del traje último?
Hemos sido los tristes de siempre, jamás escapamos ni huimos
con nuestros ojos agredidos, de este mundo sumergido en la respiración
de los calcañales, cuellos sordos en el sepulcro.
El barro cada vez se perpetúa en la conciencia, sombra crecida
en el alma, nacida aquí del reloj debajo de la roca.)
En presencia del aire carcomido, los tiestos quemados y desteñidos,
del adoquín sobre los huesos, artificios del poder en candelabros:
somos extrañas gotas del alambique solitario, aguas reventadas
en el pétalo de la saliva, al servicio de la ceniza o la alegoría.
—Intentamos evitar las monedas gastadas de los pañuelos, la sombra
del cántaro roto, sin pegamento en la humareda anónima de ciertas
liturgias, concebidas para la faena de las estatuas;
en el tragaluz de alacenas gastadas, humea el subsuelo sin restañar
el taller de la risa, el consorcio de la lluvia, las palabras ardiendo
en la gente, el azúcar de la sábana.
Todo es al caer la línea del horizonte sobre la piedra despierta del duelo,
simple añicos el tiesto del futuro, la cabeza abajo, hipotecada
al subsuelo como el pensamiento en el anaquel de algún epitafio.
Al peso de los párpados, en la boca del búho,
el eco húmedo de la campana subterránea, el semen pulsante
de la ebriedad, la audiencia del albedrío en los escarabajos del despojo:
(Vos y yo, achicharrados en la ceremonia secular del olvido,
empozados en la última alforja del día, sin impedir la trastienda
oscura que hace de la voz, suicidios a destiempo, —que nos ocupa,
con hipoteca, hasta ser en paralelo, la sombra del señuelo,
ese vívido fondo de las sombras, el abismo en cifras del harapo.
La intemperie tiene extrañas latitudes: existimos en el sonido
de la breña. En la ceniza del pecho, las erratas de la brasa, la herida
en su diluvio de estertor, el zumo de la piedra cansada de ojos,
—tus ojos y los míos—, envejecidos de dureza y pesadumbre,
definitivos en el dardo de la oscuridad. Cierto.)
Cada vez duelen los despueses de la brújula: en el cántaro sumergido
de nuestra humanidad, sólo está el hueco de los tabancos,
la sombra y las mismas preguntas del péndulo, la limonada
sin azúcar de las ventanas, allí el cuerpo largo de los tropezones.
Para salvarnos, no es suficiente dejar de morir, en medio de la maraña
de la hojarasca, vomitar las moscas del subconsciente,
sino, hacer creíble la luz, sacudir las llaves del delirio y correr,
como un niño, sobre los rieles esenciales de las aguas que fulguran
en el pulso, saltar de la duda al fuego de la verdad…
Barataria, 11.II.2012
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