Miramundo, San Ignacio, Chalatenango; fotografía: André Cruchaga
Nunca he hablado de mi niñez. Nunca. Y menos de mi vida infantil en las aulas. Por aquélla época, después de un largo peregrinar, llegamos de nuevo a mi tierra natal. Nos acomodamos, en ese año de 1964, en las afueras de la ciudad. Era un terreno rústico de mi abuelo materno. Yo era un chico endeble, miedoso y tímido. Me espantaba ese cuerpo gigante e inaprensible de la noche. Me aterrorizaba el canto atroz de las lechuzas o el ladrido de los perros que, en su afán de centinelas nocturnos, ahuyentaban a los espíritus andantes.
Durante ese año que ya apunté me matricularon en la escuela del caserío El Obrajito. Allí cursé, si mal no recuerdo, mi primer y segundo grados. En realidad no sé qué tanto me gustaba la escuela que tiempo atrás había sido construida por Alianza para el Progreso. Pero sí me gustaba, entre veredas y caminos vecinales, ir reventando los gajos de campánulas moradas que enormes y enhiestas emergían a la vera del caminante. Aquel verde y morado eran un mar infinito. Atónito bañaba mis ojos con su gracia. Alegre se percibía la voluntad de los lorocos, las anonas y las cincuyas.
No siempre salía bien en los exámenes. Ni entendí jamás las planas que me hacían repetir, ni los plantones, ni las orejas de burro. Era una especie de purificación a la que nos sometían los maestros. El “chilío” era la muestra más contundente de su autoridad. El pellizco la muestra de cariño más elocuente y efusiva. Sin embargo, aún en esos ambientes tan austeros, uno se encontraba con algún maestro salido, —digo ahora—, de otro mundo.
Es el caso de la profesora Dolores Zepeda: Bajita, cabello café y ensortijado, de carácter afable; pero asertiva. Yo tenía nueve años cuando fue mi maestra en la escuela de la ciudad. Jamás he podido olvidar su nombre porque tenía ese don único de auténtica maestra: hacer gozar la clase. Jamás languidecía. Toda ella era júbilo. Si acaso, la única en no prodigar miedo.
Con cuentos, poemas y canciones, aprendimos el aire vivaz de la gramática. Hasta ahora no sé cómo había aprendido su periplo pedagógico para hacernos gozar y aprender.
Lo que si sé es que la escuela lo llena a uno de una rara esperanza. Todavía a mi edad me sigo sentando en la última fila y miro en silencio la espada de la matemática, metiéndose en mis sienes con un filo de algoritmos que de nada me han servido. Esto porque la realidad siempre es diferente y en nada se parece a los sueños que uno tiene o le hacen soñar. En todo caso, el sólo hecho de recordar me produce insomnio.
Ahora está hecho todo. La levedad del aire de la infancia se fue. Se la comieron los zapatos del tiempo. El columpio verdiazul de las mañanas también se esfumó. Aquélla sombra femenina e imperial que me ruborizó el rostro aún de niño, terminó siendo una exasperada y trémula ama de casa. [18062002]
Niñez y escuela
Nunca he hablado de mi niñez. Nunca. Y menos de mi vida infantil en las aulas. Por aquélla época, después de un largo peregrinar, llegamos de nuevo a mi tierra natal. Nos acomodamos, en ese año de 1964, en las afueras de la ciudad. Era un terreno rústico de mi abuelo materno. Yo era un chico endeble, miedoso y tímido. Me espantaba ese cuerpo gigante e inaprensible de la noche. Me aterrorizaba el canto atroz de las lechuzas o el ladrido de los perros que, en su afán de centinelas nocturnos, ahuyentaban a los espíritus andantes.
Durante ese año que ya apunté me matricularon en la escuela del caserío El Obrajito. Allí cursé, si mal no recuerdo, mi primer y segundo grados. En realidad no sé qué tanto me gustaba la escuela que tiempo atrás había sido construida por Alianza para el Progreso. Pero sí me gustaba, entre veredas y caminos vecinales, ir reventando los gajos de campánulas moradas que enormes y enhiestas emergían a la vera del caminante. Aquel verde y morado eran un mar infinito. Atónito bañaba mis ojos con su gracia. Alegre se percibía la voluntad de los lorocos, las anonas y las cincuyas.
No siempre salía bien en los exámenes. Ni entendí jamás las planas que me hacían repetir, ni los plantones, ni las orejas de burro. Era una especie de purificación a la que nos sometían los maestros. El “chilío” era la muestra más contundente de su autoridad. El pellizco la muestra de cariño más elocuente y efusiva. Sin embargo, aún en esos ambientes tan austeros, uno se encontraba con algún maestro salido, —digo ahora—, de otro mundo.
Es el caso de la profesora Dolores Zepeda: Bajita, cabello café y ensortijado, de carácter afable; pero asertiva. Yo tenía nueve años cuando fue mi maestra en la escuela de la ciudad. Jamás he podido olvidar su nombre porque tenía ese don único de auténtica maestra: hacer gozar la clase. Jamás languidecía. Toda ella era júbilo. Si acaso, la única en no prodigar miedo.
Con cuentos, poemas y canciones, aprendimos el aire vivaz de la gramática. Hasta ahora no sé cómo había aprendido su periplo pedagógico para hacernos gozar y aprender.
Lo que si sé es que la escuela lo llena a uno de una rara esperanza. Todavía a mi edad me sigo sentando en la última fila y miro en silencio la espada de la matemática, metiéndose en mis sienes con un filo de algoritmos que de nada me han servido. Esto porque la realidad siempre es diferente y en nada se parece a los sueños que uno tiene o le hacen soñar. En todo caso, el sólo hecho de recordar me produce insomnio.
Ahora está hecho todo. La levedad del aire de la infancia se fue. Se la comieron los zapatos del tiempo. El columpio verdiazul de las mañanas también se esfumó. Aquélla sombra femenina e imperial que me ruborizó el rostro aún de niño, terminó siendo una exasperada y trémula ama de casa. [18062002]
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