André Cruchaga, Centro Español, El Salvador
Mil caminos, vagones de un tren desvencijado
He recorrido los mil caminos de las siete cabritas;
A lo lejos los vagones de un tren desvencijado
Con su herrumbre de delantales, llovizna en mis ojos.
La noche me despierta con su lengua oscura —he caminado
Tanto que en mis sueños los azacuanes mueren de sed.
Una lágrima demuele las pupilas de soledad;
Hace mucho tiempo que las ventanas no visten las tardes,
Ni las sillas soportan una taza de sombras en medio
De lacrimosos antifaces. Al caminar en la noche
Uno empieza a vivir la luz de la oscuridad de los senderos:
La luz densa que se apoya en el cuerpo con alma de arco iris.
He caminado —Hemos caminado en roídas mortajas
De silencios. A veces esas mortajas nos horadan el pecho,
Nos dejan la hojarasca y las raíces del ansia a flor de piel.
Bajo la noche rosario de grillos aturden las sienes,
Gota a gota la sangre resbala en los rieles de las venas:
La herida no es capaz de vivir al libre albedrío,
Ni a salpicar ese gran circo donde nos movemos todos.
Las ubres de los párpados arden en las pezuñas de lo oscuro.
No sé cómo desarroparme de este claustro de la memoria,
Sin dejar de transpirar en los poros los ojos que ven desde dentro.
Ahora la salmuera confabula junto a pálidos paraguas:
Las imágenes se rompen de miedo en cámaras letales;
Los relámpagos hieren los fantasmas de los objetos tirados
En las extrañas gaviotas de las manos —tirados, claro,
En las cuevas de irreales libélulas, en los naipes extraños de las persianas.
En los pájaros de la nostalgia late la historia, el viento premonitorio,
Los senos blancos de las sombrillas elevando caballos de fuego;
Mientras yo me quedo así, buscando postales de viejos puertos:
Muelles donde se precipita el futuro y se renuevan las palabras
Con la espuma o el vaivén verde de la niebla sobre el agua salada.
Aquí arden las tormentas con el pecho abierto. Arden y enmascaran
El día; su túnica alada ciega los ojos, deshilacha las pestañas,
Zumba la osamenta del sol sobre el escupitajo roto de las olas.
No en vano la madera se disuelve en los cielos del recuerdo,
No en vano los alfileres conjuran como relámpagos de un jardín remoto.
No en vano los trenes y los barcos dejan velámenes en las pupilas.
No en vano el fuego nos quema en cada poro del horizonte:
En cada nube repite relojes insomnes, zaguanes de un tapiz inseguro,
Aguaceros que abren la garra del pecho hasta crepitar en el aserrín
De los féretros: —machetes de hormigas en el cuenco vacío
Del resplandor dejado por la boca en su apenas murmullo de raíz.
He recorrido las llamas verdes de la lluvia desde siempre:
En la desnudez de la herrumbre conjuré la noche;
Siempre estuvo mi rostro frente a las ventanas por si acaso.
Y sin embardo cada día me toca palidecer frente a los armarios del azar.
Barataria, 26.VIII.2008
©André Cruchaga
Mil caminos, vagones de un tren desvencijado
He recorrido los mil caminos de las siete cabritas;
A lo lejos los vagones de un tren desvencijado
Con su herrumbre de delantales, llovizna en mis ojos.
La noche me despierta con su lengua oscura —he caminado
Tanto que en mis sueños los azacuanes mueren de sed.
Una lágrima demuele las pupilas de soledad;
Hace mucho tiempo que las ventanas no visten las tardes,
Ni las sillas soportan una taza de sombras en medio
De lacrimosos antifaces. Al caminar en la noche
Uno empieza a vivir la luz de la oscuridad de los senderos:
La luz densa que se apoya en el cuerpo con alma de arco iris.
He caminado —Hemos caminado en roídas mortajas
De silencios. A veces esas mortajas nos horadan el pecho,
Nos dejan la hojarasca y las raíces del ansia a flor de piel.
Bajo la noche rosario de grillos aturden las sienes,
Gota a gota la sangre resbala en los rieles de las venas:
La herida no es capaz de vivir al libre albedrío,
Ni a salpicar ese gran circo donde nos movemos todos.
Las ubres de los párpados arden en las pezuñas de lo oscuro.
No sé cómo desarroparme de este claustro de la memoria,
Sin dejar de transpirar en los poros los ojos que ven desde dentro.
Ahora la salmuera confabula junto a pálidos paraguas:
Las imágenes se rompen de miedo en cámaras letales;
Los relámpagos hieren los fantasmas de los objetos tirados
En las extrañas gaviotas de las manos —tirados, claro,
En las cuevas de irreales libélulas, en los naipes extraños de las persianas.
En los pájaros de la nostalgia late la historia, el viento premonitorio,
Los senos blancos de las sombrillas elevando caballos de fuego;
Mientras yo me quedo así, buscando postales de viejos puertos:
Muelles donde se precipita el futuro y se renuevan las palabras
Con la espuma o el vaivén verde de la niebla sobre el agua salada.
Aquí arden las tormentas con el pecho abierto. Arden y enmascaran
El día; su túnica alada ciega los ojos, deshilacha las pestañas,
Zumba la osamenta del sol sobre el escupitajo roto de las olas.
No en vano la madera se disuelve en los cielos del recuerdo,
No en vano los alfileres conjuran como relámpagos de un jardín remoto.
No en vano los trenes y los barcos dejan velámenes en las pupilas.
No en vano el fuego nos quema en cada poro del horizonte:
En cada nube repite relojes insomnes, zaguanes de un tapiz inseguro,
Aguaceros que abren la garra del pecho hasta crepitar en el aserrín
De los féretros: —machetes de hormigas en el cuenco vacío
Del resplandor dejado por la boca en su apenas murmullo de raíz.
He recorrido las llamas verdes de la lluvia desde siempre:
En la desnudez de la herrumbre conjuré la noche;
Siempre estuvo mi rostro frente a las ventanas por si acaso.
Y sin embardo cada día me toca palidecer frente a los armarios del azar.
Barataria, 26.VIII.2008
©André Cruchaga
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