Imagen cogida de la red
BOSQUE INMÓVIL
Los
escapularios dan sordos gemidos, justo desde el dorso rasgado del cielo.
Hay gotas de
saliva y orina en los fragmentos en ruinas de los cadáveres.
Existen
sensores instalados en cada una de las esquinas del porvenir;
hoy son
muchas las cruces, que ya no queda lugar para escupir el olvido,
ni siquiera
para apartar lo pútrido que queda en las manos,
ni nacer de
nuevo como decían nuestros antepasados.
No basta
quemar los ojos con el resplandor de tanto mundo a oscuras;
llegados al
bosque, sólo la escoria y las aguas sobre las lápidas, esas cópulas aviesas
de
la noche, sobre ese acaso del sueño o la huida.
Desde la
cloaca vienen los ojos desgarrados, el modus de este galope tenebroso,
la lucha
punzante de la oscuridad en la almohada,
y quién sabe
si el grito y la lágrima en los tantos cuerpos extraños del absurdo.
(Siempre es hiriente el clamor de los deudos, el
acecho en ventana abierta.
Nunca hay respuesta para esclarecer las
borrosidades, degustar la hostia ofrecida
aun entre dudosa feligresía.
Vivimos un terror ahogado de martillos. Vivimos un
grito de excrementos.
Vivimos en medio de una ternura inmóvil, casi como
un tropezón de resortes oxidados,
caso como un difunto entre fotografías
vacías.
Mientras pasan o llegan, pienso en la rosa de
sangre de las alcantarillas.)
Aquí sólo
esos jirones de camisas en las cunetas y los dientes de cáscaras
inexplicables:
duelen, por cierto, esos zapatos rotos a
la deriva.
Duele la
ausencia del alba en el pájaro yerto de tanta desnudez insensible.
No hay nada
nuevo en ese otro lado de las solapas, sino escoria y espuma.
Barataria, 2016
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