Imagen
pintura de Max-Ernst
OTOÑO ÚLTIMO
Inevitable es el día del ocio entrando a puertos
subterráneos,
los ritos diarios de los ojos y la voz.
Cada uno llega a puerto sin cédula de identidad, si
acaso viejas
vestimentas para cubrir el cuerpo de la obsesión de la
tierra,
aunque ella misma se encargue de deshacer cuerpo y
mortaja.
He afrontado el dolor en los periódicos,
el sigilo de la edad
con tantos escarnios o mi voz de tímido pájaro sobre
jardines
cuyo sepia duerme en la respiración.
—Nunca fue fácil el contento frente a las ventanas:
siempre la herrumbre sacó su lengua
enmohecida y lamió el cuerpo sin descifrar los goznes
y las ingles de mi humanidad infructuosa.
La tenacidad mía apenas rasguñó la vida.
Apenas alcancé a abrir
una puerta o quitarles una pluma a los pájaros.
Aprendí saltando en la noche,
siempre yendo sin que nadie me respondiera.
—Tú apenas encendiste el pabilo en tu pecho
para reconocerme en la noche ni saltaron los óvulos
de su espesa madreselva diurna.
Ahora, próximo a un vuelo incierto,
me quedan tantas dudas del fruto que no fue posible.
—Me voy pequeño, sin cuna, tal cual
vine a caminar sobre los sueños de alguien.
Para quedarse siempre están hechas las maletas de la
partida.
Para eso están las alas que llaman
o amenazan o increpan al barro: esa materia de uno,
frágil,
endeble como una sábana tendida en el respiro.
Un mundo que no conozco imanta mi corpórea materia,
un gajo de oquedad fecunda mis sienes en remeros de
bajamar,
golpes de martillo descorren mis brazos de oscura
tempestad,
—aquí o allá los poderes de lo incierto,
la suma desnuda de la sangre haciendo lo suyo: lo
inefable,
lo inimaginado.
Sólo encuentro ya el filo de los ecos clavados en la
arena;
algo se despeña en el abismo soterrado de los árboles.
Esperé una y otra vez los resplandores de la batalla y
jamás
llamaron a la puerta.
Ahora, sin embargo, en mi último otoño de negaciones,
los dientes mastican la espera:
el tiempo cobra lo suyo con creces y no siempre deja
dividendos salvo las miradas irreparables.
No siempre palpitó redondo el planeta en mi carne.
Hubo de todo y nada llevo en la memoria agrietada
de los labios y aquella tormenta de dilemas.
Todo lo tangible fue borrado por las latitudes del
miedo.
¿Qué me queda en el sigilo fantasmal de la propia
respiración,
sino este destino a destiempo de los ríos
y a la opaca transpiración de los dilemas?
—La armonía perdió sus transeúntes en la tormenta.
Espejos de húmeda bruma lamen el horizonte de algas.
El final acecha con su blasfemia de silencios.
Ahora la edad sólo tiene un muelle:
—Ese de la renunciación a los segundos, ese de tus
manos
ilusorias, ese que concluye en la cruz.
Jamás quise despedirme con la urgencia del fuego,
pero la agonía es tal que me transpiran ensimismadas
campanas, como llamando alma en su clímax sonámbulo.
Todo pesa ya y, por supuesto, nada importa:
ausencias, desvelos, tullidas gallinas en la ansiedad.
La noche me anda en sus zapatos como timbal en el
bolsillo,
mientras la boca mastica jardines de polvo,
mientras la voz se quiebra en el mapa de la
conciencia.
Ya estoy cerca para cubrirme de césped;
tan cerca que estoy resignado a que otro acaricie tus
senos,
tu ombligo y se extasíe en las aguas inmunes del buen
augurio.
A solas bebo el conjuro de los pájaros, A SOLAS,
a solas con mi edad,
a solas muriendo con el alma en los escombros.
Del
libro: «Traspatio», 2009
©André
Cruchaga
Imagen
pintura de Max-Ernst
Barataria, 2009

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