ECOS CALCINADOS
Los tristes carbones, los vírgenes leños ahora profanados
perecían lentamente entre las garras sádicas
de las altas y verdes
arañas…
ANTONIO SAURA
Miro las armaduras y
los focos de la noche por la indiferencia,
los castillos
demenciales de los espejos, sádicas piras en cuchillos
amarillos y la
hojarasca oxidada del tiempo.
¿Cómo
pervive el ala
fría en la armadura
de la salmuera, los vientos sin provisiones,
salvo la fatiga del
deambular del hollín,
el tizne y aún el
desequilibrio de los trenes?
—Vengo de lo
inhóspito, aunque nieguen mi existencia:
vengo de navegar
entre mausoleos y estatuas, masacre de sombras,
en medio del
patriotismo funeral de la semana, del galope violento
del mar en los
litorales donde el pueblo teje su propio drama:
nada es fortuito,
aunque ya no haya tinajas solo atropellos.
Bajo a todos los
objetos que iluminan las centellas,
sin medida ni
tapices;
vuelvo a la sábana
incierta del fango en un país donde se respiran
abismos, al azote
carnívoro de los ecos,
sin que existan
posibilidades de salida a esta demencia suntuosa
de la saliva que
adquiere ciudadanía en el tintero del pulso.
A la altura de las
sienes, están las ganzúas sosteniendo las paredes
del aliento, el
altillo del desagüe de las aglomeraciones,
los encajes de los
paraguas con su margen de torrente tardío.
(En la catacumba de la respiración, la humareda y la
escoria,
los hirvientes oráculos de lo indecible, esa otra
dimensión
de la corrosión devorante.
¿Hasta qué punto la oscuridad se obstina en lo suyo y
lo ajeno,
y muerde el ya sordo césped de los andenes?
—De pronto, la hojarasca calcinada es mi trofeo: me
aproximo
inevitablemente al despojo, a lo progresivo de los
esqueletos
de la noche con sus búhos,
a este mal del destrozo de los relámpagos).
Otros serán los que
descifren, adentrándose en mis precipicios,
el escalofrío y las
razones del vómito, la gripe de los murciélagos,
la porcelana del
crepúsculo, todo cuanto se volvió desequilibrio
y sospecha, vigilias
permanentes.
En cada letargo que
produjeron los magullones de este tránsito
sin tregua, todo el
tizne acumulado de los ahogos,
las moscas velando el
suicidio, las manos con su árbol de cansancio.
Por más infatigable
que sea la devoción por las begonias,
la hostilidad aró su
cauce, con todos los objetos de labranza
de la alevosía. Con
todos los aperos de la memoria.
Luego, ¿por qué tanto
odio en golpe dentro de la sonrisa,
a la hora del
desayuno, durante la danza de los vitrales,
en la alegría del
alma,
cuando el albor
murmura en su oleaje matutino,
cuando la respiración
quiere dejar de lado el agobio y los armarios
de la noche en su
embriaguez de ceniza? No adivino los vitrales
entre tantos
fantasmas, dentro de mi propio paisaje a veces inútil.
Disgrego las sombras
con mi parpadeo: ningún tiempo es inocente
a las telarañas, ni a
esta tortura que produce el desafío del vértigo.
Los rigores del sin
embargo son audibles ahora que el vilano
del eco atraviesa los
travesaños del eco calcinado.
Del
libro: «Incendios giratorios», Barataria, 2013
©André
Cruchaga
Imagen
pintura de André Masson
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