JUEGO DE CONCAVIDADES
Un cuchillo de llamas arde en mis sienes, animal
difuso y alborotado,
ruidoso de hojas como quemándose entre mis manos,
duro como una estatua, duro como la boca abierta del
hambre,
que nunca se paraliza ni tartamudea.
Ninguna palabra cae en el hueco de la respiración de
muertes
sumarias, tampoco en los brazos que despiertan del
olvido,
en el montículo invertido de los colmillos.
Al parecer el tiempo es un cuerpo disgregado en los
brazos,
lluvia respirada en la flor de sed de una boca.
Crecen alrededor de las mañanas callados incensarios
de barro.
Otra cosa es el círculo atropellado de las
alucinaciones circuncidadas
embijarse del tizne secular del movimiento que tienen
las simulaciones, o temblar en el dedal recubierto de
parpadeos,
justo en la desnudez paralizada del abismo.
A menudo las concavidades son parte de ese quejido del
olvido,
e inclusive de la angustia.
Ninguna oscuridad aquí tiene contrasentido.
Siempre lo insólito es profundo como las heridas,
innumerable
como la sombra estrafalaria de los presidios adentro
de las pupilas.
¿A quién le obedezco para distanciarme de la
frustración
de los embudos? En cierto modo, todos los huecos
resultan
imposibles en una tinaja destruida por becerros.
Arranco mis ojos atados a la noche, derribo litorales en
mi aliento,
camino por el mundo y mis zapatos se pierden;
tengo vocación por los guacales en desuso, en sus
abolladuras crece
el musgo ahuecado y disperso en su arquitectura.
En las escenas sepulcrales del conjuro, la agonía
oscilatoria
de las cucharas, o la pobreza salpicada siempre con
manos sucias
y limosnas; con manos sucias la concavidad es restregada
en la cara de la tristeza de tantos comensales que
acumulan hambres.
El filo de los ataúdes hiere la niebla, muerde los
horcones del fuego,
turba al límite el propio rostro.
Ninguna vida sola, cabe en las sintaxis de mis manos estropeadas
o en una infancia absoluta: una vida es un rostro y
muchos silencios;
un camino y varias confusiones, una cercanía entera de
murmullos.
«Contemplo el escenario impulsado de fábulas de harina
por el estruendo trepidante de la pólvora verbal» de
este vivir
aferrado a la tierra y ser testigo de la infamia y sus
disimulos.
La teocracia del cielo, no la tierra brama en
astronómicos paraísos.
Al final juego con lo que tengo disponible: mi propia
vida…
Del
libro: «Paraíso de la demencia», Barataria, 2016
©André
Cruchaga
Imagen
pintura de Willem de Kooning
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