Lección de gratitud III
Lección de gratitud III
El invierno de noviembre es inaudito como tantas cosas que suceden alrededor. A veces la desesperanza me corroe; los pensamientos caen como hojarasca sobre el rumor de la tierra. Hay desapego hacia todo. Navego en esas aguas a la deriva, en la sorda linterna de una neblina espesa. Todo cae. Cae la dulzura de la boca; cae el encanto y la magia de las sombras. Cae el hombre sin sosiego a la caverna...
Me deja perplejo lo limitado y perecedero; la disquisición del tiempo en su infinitud de acantilado que roba la rebelión de la certidumbre y la edad que del pecho sale. Tiene que haber un error, me digo, cuando el entusiasmo caduca y la alegría se vuelve un murmullo ininteligible.
A cierta edad, el hombre encaja con los atardeceres. Sólo a cierta edad. Mira y, el reloj del puño y el de sus emociones se desmorona, como el espejo quebrado por su propio resplandor. A cierta edad, ya ni siquiera sonreímos: el hilo de la vida se torna enigmático y frágil como la porcelana del cansancio.
Después de las andanzas vienen los epitafios como el pasto largamente reprimido por el destino. La lengua y los labios caen al subsuelo de la gangrena. El pie que antes fue una gacela o saeta, tiene el granito de la cautela y el titubeo. Morir o envejecer no es otra cosa que dar paso a otros pensamientos, a otras palabras imposibles como la vida.
Del libro: Pasión cifrada, 2004
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