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martes, 30 de agosto de 2016

GOLPE DE PÁJAROS

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GOLPE DE PÁJAROS




Los pájaros de la lluvia
picotean los trigos de los charcos.
Juan Larrea




Es cierto, en una y otra cerradura hay vestigios, miserias, esperas, sonidos. Hay una gota de mi llanto colgando de la rama de la indiferencia: un cristal de sal muerde mis cabellos, a veces tienen forma de alas los vilanos, o las plumas que secan mi cara, el harapo sordomudo del tintero. Cada día proliferan los asesinos y escasea el superávit; me resguardo en la solapa de la cresta de los pasos a desnivel, allí, donde las espinas inicuas, enervantes, tiran sus panfletos.  Hay golpes de pájaros como la soledad de los brazos, sin decoro, sosteniendo lo irresistible; en la desnudez nocturna de la espera, la boca parpadea de piel como una hoja arrebatada por la infancia. Cuando cae el río del cierzo sobre la mesa, las descargas desenfrenadas y diabólicas de los minutos: todavía duermen los analgésicos en el mingitorio seductor de lo sulfúrico; sobre el deseo animal de mis ojos, la campana despereza su evangelio para ensanchar feligresías y limosna. Después de todo, los pájaros se asoman a los postigos, a ese amarillo mortecino de lo extraño, al ronco crujido de la luz en desbandada. Tal el agua o el olvido, la sangre agitada de los ahorcamientos, el columpio peregrino de la saliva, el cielo olvidado de las brújulas jugando a rasgar los poros. Cabalga el péndulo del sexo en su llanto de reloj peticionario; soplan y caen los epitafios de las plumas, el paracaídas en plena zafra, las bisagras de las sábanas o los pañuelos, el paladar hondo en las tumbas arrasando con todas las quemaduras de las pústulas. Siempre el magnetismo detiene mi desenfreno, el ahogo de la tierra invisible, los estornudos y su muda solfa, el nómada gris de los prostíbulos, las bocas mordiendo los rascacielos de esos pedacitos de carroña del hambre. En medio de todo ese golpe de pájaros, los largos interrogatorios de las salpicaduras de los zancudos; ese volumen migratorio de los pétalos sobre la isla geométrica desdentada del ombligo. Me uno a toda esa pirotecnia de las jarcias y la piel, al mundo suburbano de los hangares, a ciertas fosforescencias procreadas por los abanicos del metabolismo. Ya he visto lo suficiente para entender este trópico de disfrazados paraguas y tombillas; el tabaco verde de la desnudez gotea dentro de pájaros   sumergidos en el horizonte de danzas degolladas. Cada quien muerde el ojo de la brasa y sus posteriores derivaciones. Mientras trepa el vapor de las aceras, es necesario quitarle las espinas al follaje, saltar sobre los viejos susurros, morder la dureza húmeda de los párpados y los ovarios. Uno se harta de duplicar los jirones del papel empaque cegado de las lágrimas, el escalofrío de los candiles sobre el techo, la agonía de caer en la frondosidad de cobijas de un hospital. Claro, hay que apresurar los pies, para cogerle el ritmo a la mortalidad, morder la bestia del rumor y las oblicuidades de la tribu. Me he vuelto, en cierto modo, consultor de cuchillos, de alfileres, de ostias, de ajos, de cebollas, de fragancias como las del viento en su trama de no tan claro alfabeto. Ahora pienso en todos los caminos de Homero, en los dioses funestos de piedra y martillo, en los dioses que se robaron toda la alegría. Yo un humano cualquiera, copulo en mi propia herida: sobre el pecho se abre el territorio mineral del semen, las excavaciones de la muerte, las herramientas abruptas de la ternura. Al museo de las entrañas le extraigo la botella de mar de los suplicios. Todo acaba pobremente en el incendio de la sed: la prueba la tiene el puñal de caballos sobre el aliento, el surco de huesos en donde camino. Al final, no hay nadie, sino la puerta oxidada de la perpetuidad. Respiro y me largo como una campana de ceniza.
Barataria, 31.VI.2016

domingo, 28 de agosto de 2016

CANDIL DIURNO

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CANDIL DIURNO




Aro de plata para los niños pobres. Ráfaga de martirio.
Hostia de leche blanca. Vientre flotante y fecundo. Bajo tu influencia concebimos y fornicamos los poetas salvajes.
Isaac del Vando Villar




Muerdo los calcañales del candil, en el lugar donde otros tropiezan con el aliento. En los caminos de adelante siempre están las muecas de las sombras, el olor a lejanía del horizonte, el azufre de los relámpagos encima de la nariz. A cada rato se muere la voluntad. La luz fatídica de los cofres y comensales, el nudo abultado de las nubes. Junto al aliento despoblado, el espolón de las espinas rozando la saliva o ese árbol torcido de los anhelos, o la madre condenada a tanto dolor. De pronto, dejo de entender la claridad, subo y bajo colgado del tul de tantas miradas, unas generosas; otras aviesas. A veces en la cuerda floja de las semanas no caben tantas cabezas atormentadas: en el dintel de la ventana, la pérdida de mis ojos, el goteo de la carcoma en la almohada. Allí, arrimo mi candil a la habitación donde pestañea el ojo del sueño. Frente al caos, uno se nutre de malos entendidos: en la orilla de las manos la cacerola y la cebolla, lo profético del aceite y el culantro, la notoriedad de la buena suerte y tantas cosas que aún no se pueden explicar; en todo existe una especie de autobiografía de las cosas: siempre resultan curiosos los lamentos, los talentos de la paleontología, o las raspaduras de los alegatos en ayunas. Dentro del cuenco de mis manos, fluye el tema de los patetismos, los caracoles amarillos como piedrecillas colgando de la garganta, algún libro que me recordará la escritura. Creo que cada cosa tiene su propio azar. Me quedo estupefacto ante la partida de nacimiento de las eyaculaciones, de los incendios que tornaron en ceniza mi hamaca, de los perros y gatos que deambulan alrededor de los candiles. Sí, la soledad, digamos, tiene sus propias instantáneas: no me crean, total sólo soy tentativas; siempre quiero escribir cartas imposibles, escapar de las pesadumbres, no darle más concesiones a lo venerable; creo que necesito un pájaro para leer jeroglíficos, un sólo pájaro para leer el orden sobrenatural, varios comienzos para nadar en las aguas de las escenas que ejecutan las marionetas, un solo tropezón en ayunas para no olvidarme del dolor en las mañanas. Todo mundo tiene la razón: mucho drama; hay que pulverizar o incomunicar a los demonios, morder el celofán impar de la amargura, darle algún purgante a los abrazos y a la tristeza,  también a la inexactitud de las tumbas y los féretros, a las palabras demasiado desgastadas de la fidelidad. Uno no deja de ser perseguidor de cloacas y albañales, de subsuelos y telarañas, de alguna tijera que pode los pasillos del aliento, o el frac engomado de la indiferencia. A ratos, cierto, me vence la racionalidad. Entonces alucino frente a mis desteñidos arcanos; nunca es fácil transcurrir siguiendo la trayectoria del hollín; resulta horrenda la sinrazón, o la razón temprana de las posibilidades. A veces dan repulsión los despeñaderos al igual que los albañales o las alcantarillas; ahora, sólo imploro a lo diurno, a los añadidos que tiene el miau miau, el ding dong, el cof, cof, el  chisss o el sniff, sniff y todo lo extraño que resulta el orgullo nacional en la boca de una morgue. Me da por apenas entender los mareos de mi idiosincrasia, la saliva forzada de lo improbable, lo inútil que resulta pretender una antología de todas las amorosas respiraciones de la geografía. Un sollozo no es diferente a la perversión de las palabras: ojeo la obesidad del candil, mientras siguen los ruidos de la calle…
Barataria, 30.VI.2016

viernes, 26 de agosto de 2016

RUIDO DE LUZ

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RUIDO DE LUZ




En el ruido de luz de los huecos, los ecos de las sombras y su resplandor.
Ya hemos vaciado todos los candiles de los pájaros, pero nos queda,
ese jardín memorable de los clavos y los martillos, de las aceras agachadas
de la tristeza, del gruñido delirante de los afueras dejados por la hojarasca.
Uno a veces descree del crujido de las mandíbulas sobre las aceras.
¿A quién darle la cara o la espalda?
¿A quién las manos y los bolsillos, los sueños, la infancia, la camisa desabrochada 
del fuego, el abrigo de los juguetes de lo que fuimos?
Un día se irá usted y yo. Alguien querrá ocupar los brazos, abrochar el aliento,
salir y ver girar la luz sin riendas, saltar y dormir, entonces, sin peligro.

(Arriba atraviesa la niebla los orificios del miedo y la vergüenza;
sobre la cabeza el demasiado polvo de las vigas, el césped seco del crujido.
¿Quién sabe cómo se llega hasta la certidumbre de la brasa, de la luz desnuda
de los peces, y sus corbatas de entusiasmo?
El tiempo siempre desenrolla sus extendidos hilos de luz. Siempre cruza,
o vuela sobre los centavos de mis ansias.
Fuera de mis pantalones, salpica el arbusto de las sienes: callo, a menudo,
cuando se trata de encender los fósforos de ese juego de abrir puertas.
Al pie de las sombras se levanta el pabilo, del resplandor y su aleteo.)

Dentro de la almohada, las líneas blancas de los ijares y los ojos del designio,
puestos en las arandelas de los candelabros: asciende la luz, salvo el hollín
y sus huestes de telarañas. Crecí preguntándole al tiempo,
acerca de los estragos de la noche: luego se cernió sobre mis zapatos
esa humedad de cántaro desorbitado: la luz y sus cascos centelleantes…
Barataria, 27.VI.2016

miércoles, 24 de agosto de 2016

SOMBRA SOBRE EL MURO

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SOMBRA SOBRE EL MURO




En el proverbio del pétalo mustio, las astillas de luz que agonizan en medio
del ruido de los horcones mortuorios del cansancio.
Uno puede entender todas las furias de los sombreros rotos sobre el hollín
que ha ido acumulando la sombra del muro de adobes desgastados.
No hay ventanas. A la media luz, las señales de la caligrafía y su calabozo frío,
y su amarilla piel de quinqué, o de rama de ocote.
Dentro del nido de saliva de las ondulaciones desabridas de las semanas,
las espinas se arman de obligadas miradas: ¿Quién puede meterse
en el corazón y desde allí entender la hoja que nos muerde y traspasa con sus fieros candelabros el aliento borroso de los tantos que han cruzado la noche?
(En los pies entumecidos de la tinta, la completa desfiguración de los dedos;
Junto al caballo del resuello le tiro puchitos de humedad a las paredes embotadas de sombras, a los ojos que atraviesan los torbellinos de la lengua.
Usted sabe cuándo quedan rígidas las ojeras.
Uno agarra el látigo de los caminos, mientras la coz de la piedra entra al pecho;
luego uno ve el puñado de peldaños que tiene el polvo más allá de las rodillas.
Uno, al final, piensa que sólo son palabras necesarias e inocuas.
Pero allí se hunde el tiempo de rodillas, se hunde la boca antes de pronunciar 
una palabra: como en cama de madera, mis huesos impacientes.)
Uno mira al horizonte en procura de una brisa que perfore los umbrales ciegos
de tanto ojo mortuorio e indiferente. Las huidas son una eternidad.
Me sorprenden los kilómetros de ataúdes abandonados. ¿A quién le creo?
La lluvia siempre acaba siendo conmovedora, presentida en su carpintería…
No hay brújula. Deambulamos entre los muertos, como otros personajes.
Pero hay que concentrarse, de seguro, en el más allá sin hacer reproches…
Barataria, 26.VI.2016

lunes, 22 de agosto de 2016

PECES MUERTOS

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PECES MUERTOS




En el mercado oscuro de la hoguera y las boutiques, los peces muertos
del ritual como cancelados mapas o simples camuflajes de las mordeduras.
Uno piensa cada día en toda la fogata del braceo, en los corales invisibles
de las hilachas, en el mundo perfecto de la ceniza y la sombra,
en todo ese mundo de rebuznos hincados,
tan real como los talleres grasientos de automotores.  Cierto como el musgo
que cubre tantos entierros y cuadernos de paralítica tinta.
En la orilla de las aspas de los sueños, las momias aprisionadas en espejos.
Alguna hora de barcos, los cuerpos como una golondrina disecada.
Siempre es posible platicar con la muerte para conocer sus herramientas.
En la inquietud del silencio, nos muerde esa sensación de peces invasores.
Desconozco si palpitan en lo inmóvil.
Me resigno al cardumen: debajo de la piel, el alarido del barbasco.
Y todos esos nombres a los que ladran los chuchos desde el más allá.
Quizá en algún sitio necesitemos escalera para subir al polvo de los esqueletos.
O bajar a los cielos hundidos del estanque.
Quizá haya necesidad de juramentar la nostalgia o la extremaunción,
morder algún brebaje de sombras, o inventemos otro catecismo.
Lo cierto es que cada noche, nos desenfrena la viscosidad de las pesadillas,
la danza malparida del estiércol, el cadáver oceánico de las aguas,
y esas tantas medidas cautelares, que no llegan ni siquiera a luz perturbadora.
Barataria, 23.VI.2016

sábado, 20 de agosto de 2016

ADIOSES INSEPULTOS

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ADIOSES INSEPULTOS




Ni en el féretro irrevocable de la memoria y todos los olvidos, esta suerte
de los adioses insepultos: uno siempre guarda en las grietas de las cerraduras,
el delirio de alambique de la memoria.
Por más tierra u océanos, o fronteras, estremece el badajo amarillo del desvelo
en sus socavones de polvo donde cada gota de recuerdo perfora
ventanas, esa humedecida argamasa de tiempo y aguas e historia repartida
en pequeños bolsillos. (En algún sitio, converso con las paredes de los ataúdes;
derribo la panadería de los genitales, el galope sobre telarañas de grises,
el barro de la ternura de los viejos recuerdos.
Aquí siempre en la copa del sombrero todos los adioses dichos, la ceniza roja
de los orgasmos, la hojarasca toda en el hueco de mi aliento.
Aquí y allá errante el humo en las calles, las distancias solemnes del viento,
o de los inviernos; siempre las cicatrices y los huecos que acumuló el agua.
Ignoro si es bueno o malo, esta eternidad del luto.)
Cada quien camina, supongo, a través de otoños rotos y deshabitados.
Giran los candiles en el precipicio de las entrañas, debajo del insomnio.
Ahora sé todo lo que cuestan los recuerdos: un solo pájaro es insustituible
en la garganta, cuando el ojo del frío no borra los olvidos.
Siempre me ha tocado, después de todo, rasguñar la dureza
de las osamentas:  el agujero negro de saliva y procurar ser semejante
a los demás: quizá siempre esté aquí, aquel incendio atroz justo cuando muero.
En el abismo de mis monólogos, tu boca despierta el cuerpo de la evidencia.
Barataria, 2016

jueves, 18 de agosto de 2016

IDENTIDAD

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IDENTIDAD




Nadie existe en medio de las mordeduras del polvo, ni en las cuatro esquinas 
ancestrales de la historia: cada quien es según su analfabetismo.
Aquí se cambia todo por tiliches y chiriviscos.
Nada sorprende al ver únicamente la carcoma del rocío, los diversos dictámenes 
de la defunción, el linaje encubierto en el doblez de las cucharas,
o en la sal verde de los bocadillos sobre los poros.
Del telar, sólo los ocultos hilos de los desvanes oxidados.
Dejo a un lado aquellas piedras oscuras de la herencia, la hamaca de ceniza
que se cierne sobre los ojos, la mortaja agria de semen de las bufandas.
Crepitan los ríos de sudor alrededor de los anillos móviles del éter.
Supongo que ningún número nos queda exacto para jugar a plenitud
los algoritmos que explican el brasero de la piel, el color próximo a las puertas 
del crepúsculo, los trasmallos sin traje en el pozo de los deseos.
Hoy en día hasta se puede cambiar de boca, de peces y entusiasmos.
No es extraña la dualidad y sus pormenores, lo difuso y sus gastadas aceras.
Al parecer las calles desenrollan sus noches como una larga lengua de yute:
por supuesto, no soy quién para husmear en los rincones de las albardas,
ni en el aparejo duro del vacío.
Al final todo redunda en la soledad de la caligrafía y en el día quemado de alas,
y en el palo inmóvil del frío, y en el mundo blanco de la leche del sapo,
y en el caballo oscuro de moscas y en el incendio de flemas de la garganta.
Después, quizá un puntapié, ayude a levar anclas y armadura…
Barataria, 2016

martes, 16 de agosto de 2016

ALTO OFICIO

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ALTO OFICIO




Altos inviernos los que se ciernen de adioses cada día. Las calles de la ciudad,
y su puñado de horas comulgando con este oficio de salmuera,
ahí donde la desnudez se cobra todos los sueños. A menudo caminamos indefensos, 
en medio de la alambrada que muerde la saliva, cerca del sombrero mortuorio 
de la sonrisa. ¿Dónde queda mi escritura con tantos cansancios?
Debo seguir reconstruyendo mi dentadura; galopa la tinta como un pájaro
incorregible a lo largo de la garganta.
(Mañana, o no sé qué día, me sentaré a la mesa junto con el público.
Mañana o no sé qué día, el poeta y su red y el río, las duras aguas en la brasa
de la escritura, la hoja del puñal dentro del cordero, el duro pavimento
de la espina, la limosna cansada de los ciegos.
Mañana o no sé qué día,  el infinito hurgando en las larvas de lo hosco.
Mañana o no sé qué día, los pulmones siempre abiertos, sin ningún misterio.
Mañana o no sé qué día, en el ataúd, la gallina de los huevos de oro.
Mañana o no sé qué día, acaso el galope de tinta en las regiones más oscuras
del ojo, esa otra agonía de los que nunca duermen y saquean el tabanco.)
Escribo sobre los jirones enlutados de las ventanas.
Escribo desde la mano de nadie: sólo me sostengo de las ramas de mi fuerza,
y festejo con banderas, las colillas deshechas del miedo, los dedos del viento.
El poema pone la rosa de miel en mi boca, la tierra y sus aleteos de pecho.
Todo sin saberlo, las municiones y la ráfaga de luz del cierzo
Barataria, 2016

domingo, 14 de agosto de 2016

CUADERNO DIURNO

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CUADERNO DIURNO



Para Pere Bessó, amigo entrañable




Además de la piel y los guijarros, llevamos gastados varios puentes de tinta,
y volcanes de centenarios cansancios, y  candados en la boca de anteayeres
que aún perviven en el camino de filo de las uñas.
Parece que las palabras saben más que el juego de los niños en el patio
del juelgo: uno sueña con todo ese puñado de sombreros que nos trae el cierzo,
diminutos surcos de tinta abriéndose ante  aquella ventana del frío,
altos techos de ternura en la urgente locura del viento.
Yo, en la carpintería del poema, en ese cuaderno no incinerado de la madera,
en el follaje de la hoja de otoño de mi pellejo,
sobre este galope de niebla mordiendo el orgullo nacional, ese otro mundo
que desmesura mis sienes como el galope de caminos en la memoria,
como el hambre confesa pernoctando sobre las espinas.
Ya me he acostumbrado a rehabilitarme de las incógnitas, de los filmes
que engendra la noche. Siempre he estado preparado para partir.
Supongo que la oscuridad ha endurecido mi camino, en el pie, sin embargo,
el regocijo que provee el silencio, años de calles y sastrerías,
acaso úteros de amarillos sangrientos, acaso niños como yo, torcidos
por el ojo del infierno. (Arde aquella desnudez revestida de gusanos.
Y sin embargo, aprendí a decir buenos días a los diferentes retratos de las aceras, 
a la ropa común, o a los trajes, a los rincones de la transparencia,
al estornudo oscuro de la escuela y a los azadones del mundo.)
Cuando escribo, allí, la hoja de papel rasguña mi aliento hasta sangrar…
Barataria, 2016

viernes, 12 de agosto de 2016

VIVIMOS Y MORIMOS EN EL POEMA

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VIVIMOS Y MORIMOS EN EL POEMA




A menudo el poeta (y lo hago desde mi experiencia), tararea ciertamente las monotonías del tiempo: pienso en una cabuya de esperanza para combatir lo adusto de las telarañas. Esa voz, desde abajo es la voz honda, abisal del aliento. No sé si alguien entiende los pataleos de los yaguales de la otra cara de la moneda: un día somos y no somos y picamos la sospecha con una lezna de suspicacia; hay escenas de la vida diaria que nos piden auxilio, nos damos golpecitos de pecho y con ello creemos que logramos una gota de eternidad, o quizá la salvación entera. Desde el fuego voraz de los enjambres, los tatuajes en los párpados, los deudos que se nos vienen de bruces hasta que eclipsan en el musgo. Siempre estoy, tal cual lo dice el poema, haciendo reminiscencias, bajando hasta las escamas del subsuelo, ardiendo en silencio junto a tantas avispas. Arde toda esa sal de las cucharas untadas de eternidad; vivimos sumergidos entre petates de miedo, entre sepultados candados e inocencias. En la cuenca de los ojos habita, por cierto, un sinfín de incendios y esas espuelas de frío que tallan los costados. Ignoro si existen límites para esta antigüedad del desvelo, si madura esta piedra de eternidad, o cae en la ficción de lo inenarrable. Siempre me limito a escribir desde mis circunstancias: entre vahos y horror, la efusión sin remedio de ser víctima. Uno lo es ante el poder omnímodo, uno lo es frente a las vitrinas de las relojerías, uno lo es mientras no hacen efecto los analgésicos: vivimos y morimos en el poema y no como una cuestión que tenga que verse necesariamente trágica; vivimos el aquí y el ahora del poema entre los escupitajos que  nos avienta la historia, entre un arcoíris con moscas, seguido de dientes y deletreo de insomnios. Siempre un regresa al armario de la memoria, y al sombrero de copa de la sombra, al matapalo, o al siete pellejos, a los golpes regados en tantas fotografías. En medio del alboroto del alfabeto, no sé decir mayores cosas, a las cosas que siempre digo: siempre despercudo el entrecejo de cada uno de mis poemas, siempre tiro una atarraya de miradas a las esquinas. En cada nudo de recuerdos, la camisa prestada del crepúsculo o del alba; el bastón hundido del tiempo en la penumbra. Conozco el filo cavernoso de muchos alientos, y los bisturís adheridos a las fotografías. De pronto me da por olfatear los platos servidos de la deshora: siempre huele mal la puerta abierta de los burdeles, los rezos alrededor del cerco de piedra. Un crucifijo no me sirve de corbata. Tampoco me sirven los mecates de espuma los litorales. Supongo que es tarde para mi voz, tarde para tanto tiempo de hojarasca, tarde para teñir el alma y darle nuevos bríos a los cabellos. Tarde para quitarle las ojeras a los ojos del poema y hacerlo breve. Aunque en la única brevedad que me reconozco es en la vida. No sé si pierdo o gano. Después de todo me queda el poema, no los tapices. Del vasallaje me desligué antes de entrar a mis primeros años de rebeldía. Entre un respiro y otro, mojé rotundamente, mis palabras y mi mundo. Los pañuelos entendieron de las turbulencias, pero también celebraron a la flor y al pájaro. Dormido, siempre estoy comenzando la batalla: ojalá retorne a las ventanas. Ojalá el poema no sea otro mundo olvidado donde solo prevalecen las tonterías. En la puerta del monasterio dejé amarrados todos mis prostíbulos…

jueves, 11 de agosto de 2016

HABITADA FATALIDAD

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HABITADA FATALIDAD




Habita en los ojos el luto y sus ardimientos de infundada alcancía. Su regazo.
En el alarido en desbandada de los murciélagos los tantos rostros
de la memoria y su incierto ronquido de paredes flageladas.
Cada día es implacable ante la cambiante caligrafía de los aposentos.
Por suerte uno puede andar con toda la ropa sucia y no pasa nada; al menos, 
para llenar los vacíos de las paredes sirven los periódicos;
las hojas, las piedras, son para darle compañía a la soledad de estos días.
Contra todo pronóstico uno acaba mordiendo el ímpetu de la brizna,
y la cara de mansedumbre de la mosca en los aleros.
En la cara del viento se multiplican todas las aceras pútridas de la discordia:
yo vengo de ese pequeño infierno de escapularios, del ruido grasoso
de las cacerolas y su dominio de hollín arrepentido, y sus verduras
de agobiados cipreses, y su lenguaje de colmena violenta.
En esta acumulación de insomnios, el aleteo nos parece un resplandor.
Mañana es imposible, salvo las atrocidades de algún desvelo coagulado.
Hoy, avanzamos, pero ¿quién tiene las llaves del sinfín, las nuevas tarifas funerarias 
de la desesperación, el otro ojo alrededor de los jirones
de piel, quién puede ahora suturar o pespuntar el paraíso?
Aúlla el sedimento de los retablos o de los retretes a la hora de recordar
la alegría; entre un promontorio de espejos no existe ningún misterio.
Sea esta boca la que calle tantas cadenas destempladas alrededor
de la estampida: sea cruda la marcha y dolorosa la luz…
Barataria, 2016

martes, 9 de agosto de 2016

INSEGURIDADES

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INSEGURIDADES




Nunca hubo un tiempo que se llevara todo: avanza el camino sin resucitar;
la oscuridad se ha vuelto esa forma desabrida del fluir, el perenne sitio
para el que sufre, la viscosa faena del surco.
Adentro de los chiriviscos de la semana, los míseros guijarros de la locura
y ese otro murmullo de la asfixia con sus propios cementerios.
Aquí avanzan los múltiples partos de las axilas y su escritura volátil;
de todo el plumaje, la piel negra de la locura y sus vastas amputaciones.
En medio del hastío, uno tiene que sopesar con el humo de los titiriteros,
y con esa risa de harapo que nos venden los periódicos,
los políticos de turno, los espejos hartos de la intriga y ese ojo de inquisidor trasnochado. Siempre son los mismos confetis disfrazados  de aromas
exuberantes, las mismas panderetas en castillos de naipes.
Hoy dudo de ciertas palabras. Las omito por cuestiones de Seguridad Nacional.
Dudo del murmullo y las argollas.
Dudo de la claridad encendida e inusitada de las agujas.
Dudo del veneno tan necesario en ciertas circunstancias de convulsión.
Dudo de la razón, cuando sus excesos son frenética diarrea.
Dudo del semen en la gerontocracia de los zapatos y el tartamudeo.
Dudo de los burdeles cuando mudan sus propios afeites y pierden clientela.
Dudo del frío frente a los ojos inmutables del tiempo.
Dudo de la buena fe, cuando me dicen que el olvido es como una gotita
de miel en el panal con espinas de la patria…
Barataria, 2016

domingo, 7 de agosto de 2016

DIBUJO DE LAS DISTANCIAS

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DIBUJO DE LAS DISTANCIAS




De los zapatos a la sombra de uno, sólo la huella de aquella lumbre de ocote.
Las rejas gratuitas del tiempo, me temo que no sirven para torniquetes,
tampoco para alcanzar la ruta del ombligo, o el andamiaje cárdeno
de las palpitaciones, allí donde se funden todas las reminiscencias, por cierto,
los presentes, los futuros. Allí donde crece el diluvio de sal.
Al final uno da por cierto que no hay distancias próximas, sino vastos espacios 
en los que se entrecruzan esas extrañas distorsiones de la madera.
Uno a veces quiere escapar de los propios bolsillos, de la falsa igual
que se nos quiere vender a borbotones, de los rostros que simulan infinitos.
Nos muerde la hipermetropía de la abstracción.
Ante el tabú de los altares sepultamos el vómito que arrecia entre nosotros.
No es cierto que seamos cosmopolitas cuando alrededor nuestro
están atiborradas las aceras de tiliches, y caminar es un huevo entre tantas 
aceras sucias y calles de impura espesura. Sólo es ciertas el ascua.
(De otros será la claridad y el confort, toda el alba y su materia primera.
Todo tiene el resplandor de la sombra, el acaso corpóreo del granito.
Hay al menos dos mundos desde los cuales cada boca huele diferente.)
Los estiajes son cárcavas provocadas por la noche y el día, por el cambio 
peligroso de las estaciones: siempre la distancia obra entre nosotros
como la aridez, como el pasto que se aleja de cualquier luz.
En la arrugada voz de las conjeturas, todos transpiramos lo intangible.
─Vos, sos la afirmación de lo irremediable y el principio de mi orfandad…
Barataria, 09.VI.2016

viernes, 5 de agosto de 2016

SOLO MUNDO, NADIE

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SOLO MUNDO, NADIE




Uno se acostumbra a caminar entre aceras de dientes y líquidas alfombras.
Siempre “Los aires y las formas muriendo...”, tal las palabras de Rimbaud.
El hilván abstracto de los vocablos, el arqueado aliento de los pespuntes,
los platos desechables en la amarilla boca de los fósiles,
las gargantas estranguladas por la insidia y las oscuras promesas
de la locuacidad: solo mundo, nadie que pinte los sueños de blanco,
de risa y no de tiempo desabrido y agrio.
Uno camina y de pronto descubre los rincones de la avidez, el juego macabro
de las sombras, los coágulos de promesas que de pronto uno recoge
para guardarlas en el morral desteñido de alguna gota.
Al borde de la tarde, se cosen las uñas de los cadáveres, la desmedida
herida de los pañuelos, aquellas distancias que esconden tantas ausencias.
Nunca hay retorno sin que la agitación transporte lo indefinible.
Los ardores de la historia traspasan esas huellas sin interruptores
de los alfileres: cada quien recoge los maullidos de la noche y sus quemados 
surcos de caspa y liendres y piojos.
(En los más remotos sofocos de la memoria siempre la piedra de la parálisis;
a veces la asfixia crecida de las párpados, el condón roto de lo amorfo,
las pérdidas que nos deja la tormenta, la risa de los otros, mientras suceden
pesadillas tan ciertas como la nubosidad y su indiferencia.)
En el camino de los recuerdos, de pronto solo la indolencia de ataúdes.
Tantos ojos y manos salpicados de sangre o sumergidos en ella…
Barataria, 07.VI.2016

miércoles, 3 de agosto de 2016

FLUIR DE LA CONCIENCIA

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FLUIR DE LA CONCIENCIA



…hay más gracia para el hombre que la violencia de sus deseos.
Pocos lo saben y sin embargo todos quieren ser los últimos en ocupar el
lecho de la ramera
para gozar sus caricias de vendedora de collares en las ferias
hasta que el sol les cierre los ojos sobre el vientre.
Carlos Latorre




Se me ocurre que un poema es una oración de acedos desplazamientos. En cuanto a la noche, uno va mordiendo sus entrañas hasta quitarse todo el pellejito de las alas golpeadas en los muros de la historia. Y vuelve uno ya no a los acedos, sino a los asedios, a esa impresión de dientes en el papel de empaque, o en el peltre de ojos oscuros.  Trepidan las horas largas de las agujas y las esquinas irremediables de los sombreros, y el epígrafe del horizonte, y las impurezas de los ijares. Uno se encanece de letargos, de persecuciones y súplicas. Acudo, clamo a la misericordia y ahí están las ojeras como fieles penitentes de un prostíbulo, de un bar, o una iglesia, o de un montepío: en la rodaja de calendario vomitan los relojes. A veces es una película de terror. ¡Qué importa! Quiero ver una larga procesión de trajes negros, un chorrito de ventanas paralizadas. Quiero disimular el bostezo. Quiero un estallido de cohetes en mi esperma. Quiero un arcoíris sin pesadillas en el ombligo o en el jardín de una muchacha sin héroes. Quiero una sardina de urgente olor a mar misericordioso. Quiero una sombra agonizante para reírle de cansancio, hurtar alguna campana y darle vida a un blues saliendo de los cementerios, de alguna atalaya donde se reverencia el fluir de la conciencia, las leyes del mercado, los cargos de conciencia, los negocios a la luz del poder. Quiero unos ojos sin nombre ni edad, un invierno a domicilio, y puchitos de luz a la hora del desayuno.  Por ahora, no es cierto aquello de “a cada quien según sus necesidades” y yo en la parsimonia de mi desnudez. No, no es cierto. No es cierto. No es cierto. Noooooooo ¿Cómo sabe usted lo que yo estoy pensando? ¿En qué llaves hay manos inmóviles, manos que señalan, narices con pecas y bocas terribles. Uno quiere siempre echarle zancadilla al otro, sí, aplastarlo, deshacerlo, invisibilizarlo, sí, este es el verdadero amor. El amor y sus egregias expresiones.  Siempre hay circuncisiones fieras: a veces es necesario desenterrar los ligamentos,  el cuerpo cavernoso. El bautismo es otra forma de hacerlo. La melancolía que siempre nos condena a morir, la mesita de noche donde uno pone las lágrimas a descansar. A menudo uno quiere negar o afirmar tantas cosas: negar las distancias, las rodillas, el sollozo de niño sin pañuelo, con los mocos secándose en la boca. Cada poema resulta un atril despellejado donde ya no hay nada qué hacer. Un poema siempre es una sustancia viscosa, un poco parecido a esos fluidos íntimos que emergen a cierta edad y luego desaparecen. Es inútil, aun con su volatilidad,  siempre estoy tocando a las puertas del alfabeto, haciéndole señas que vuelva, que regrese, que se quede. Ahora mismo pienso que la domesticidad es para otras cosas: vaya el perro o el gato que cuchichea conmigo.  Vaya los empedrados y sus extraños pataleos. Al lado de la pared, la balanza de los estragos de los sueños. El hervor disuelto de la caligrafía, ay, a veces la gangrena, los calambres y tantas desfachateces destrancadas, y tantas palabras como para no agarrar un pedacito de universo, como para no celebrar el natalicio de los montoncitos de sombras de la tierra. Al final, es preferible lavarse las manos…
Barataria, 2016