Imagen cogida de la red
CANDIL DIURNO
Aro de plata para los niños pobres. Ráfaga de martirio.
Hostia de leche blanca. Vientre flotante y fecundo. Bajo
tu influencia concebimos y fornicamos los poetas salvajes.
Isaac del Vando Villar
Muerdo
los calcañales del candil, en el lugar donde otros tropiezan con el aliento. En
los caminos de adelante siempre están las muecas de las sombras, el olor a
lejanía del horizonte, el azufre de los relámpagos encima de la nariz. A cada
rato se muere la voluntad. La luz fatídica de los cofres y comensales, el nudo
abultado de las nubes. Junto al aliento despoblado, el espolón de las espinas
rozando la saliva o ese árbol torcido de los anhelos, o la madre condenada a
tanto dolor. De pronto, dejo de entender la claridad, subo y bajo colgado del
tul de tantas miradas, unas generosas; otras aviesas. A veces en la cuerda
floja de las semanas no caben tantas cabezas atormentadas: en el dintel de la
ventana, la pérdida de mis ojos, el goteo de la carcoma en la almohada. Allí,
arrimo mi candil a la habitación donde pestañea el ojo del sueño. Frente al
caos, uno se nutre de malos entendidos: en la orilla de las manos la cacerola y
la cebolla, lo profético del aceite y el culantro, la notoriedad de la buena
suerte y tantas cosas que aún no se pueden explicar; en todo existe una especie
de autobiografía de las cosas: siempre resultan curiosos los lamentos, los
talentos de la paleontología, o las raspaduras de los alegatos en ayunas. Dentro
del cuenco de mis manos, fluye el tema de los patetismos, los caracoles
amarillos como piedrecillas colgando de la garganta, algún libro que me
recordará la escritura. Creo que cada cosa tiene su propio azar. Me quedo
estupefacto ante la partida de nacimiento de las eyaculaciones, de los
incendios que tornaron en ceniza mi hamaca, de los perros y gatos que deambulan
alrededor de los candiles. Sí, la soledad, digamos, tiene sus propias
instantáneas: no me crean, total sólo soy tentativas; siempre quiero escribir
cartas imposibles, escapar de las pesadumbres, no darle más concesiones a lo
venerable; creo que necesito un pájaro para leer jeroglíficos, un sólo pájaro
para leer el orden sobrenatural, varios comienzos para nadar en las aguas de
las escenas que ejecutan las marionetas, un solo tropezón en ayunas para no
olvidarme del dolor en las mañanas. Todo mundo tiene la razón: mucho drama; hay
que pulverizar o incomunicar a los demonios, morder el celofán impar de la
amargura, darle algún purgante a los abrazos y a la tristeza, también a la inexactitud de las tumbas y los
féretros, a las palabras demasiado desgastadas de la fidelidad. Uno no deja de
ser perseguidor de cloacas y albañales, de subsuelos y telarañas, de alguna
tijera que pode los pasillos del aliento, o el frac engomado de la
indiferencia. A ratos, cierto, me vence la racionalidad. Entonces alucino
frente a mis desteñidos arcanos; nunca es fácil transcurrir siguiendo la
trayectoria del hollín; resulta horrenda la sinrazón, o la razón temprana de
las posibilidades. A veces dan repulsión los despeñaderos al igual que los
albañales o las alcantarillas; ahora, sólo imploro a lo diurno, a los añadidos
que tiene el miau miau, el ding dong, el cof, cof, el chisss o el sniff, sniff y todo lo extraño
que resulta el orgullo nacional en la boca de una morgue. Me da por apenas
entender los mareos de mi idiosincrasia, la saliva forzada de lo improbable, lo
inútil que resulta pretender una antología de todas las amorosas respiraciones
de la geografía. Un sollozo no es diferente a la perversión de las palabras:
ojeo la obesidad del candil, mientras siguen los ruidos de la calle…
Barataria,
30.VI.2016
No hay comentarios:
Publicar un comentario