Imagen cogida de la red
FLUIR DE LA CONCIENCIA
…hay más gracia para el hombre que la violencia de sus
deseos.
Pocos lo saben y sin embargo todos quieren ser los
últimos en ocupar el
lecho de la ramera
para gozar sus caricias de vendedora de collares en
las ferias
hasta que el sol les cierre los ojos sobre el vientre.
Carlos Latorre
Se
me ocurre que un poema es una oración de acedos desplazamientos. En cuanto a la
noche, uno va mordiendo sus entrañas hasta quitarse todo el pellejito de las
alas golpeadas en los muros de la historia. Y vuelve uno ya no a los acedos,
sino a los asedios, a esa impresión de dientes en el papel de empaque, o en el
peltre de ojos oscuros. Trepidan las
horas largas de las agujas y las esquinas irremediables de los sombreros, y el
epígrafe del horizonte, y las impurezas de los ijares. Uno se encanece de
letargos, de persecuciones y súplicas. Acudo, clamo a la misericordia y ahí
están las ojeras como fieles penitentes de un prostíbulo, de un bar, o una
iglesia, o de un montepío: en la rodaja de calendario vomitan los relojes. A
veces es una película de terror. ¡Qué importa! Quiero ver una larga procesión
de trajes negros, un chorrito de ventanas paralizadas. Quiero disimular el
bostezo. Quiero un estallido de cohetes en mi esperma. Quiero un arcoíris sin
pesadillas en el ombligo o en el jardín de una muchacha sin héroes. Quiero una
sardina de urgente olor a mar misericordioso. Quiero una sombra agonizante para
reírle de cansancio, hurtar alguna campana y darle vida a un blues saliendo de
los cementerios, de alguna atalaya donde se reverencia el fluir de la
conciencia, las leyes del mercado, los cargos de conciencia, los negocios a la
luz del poder. Quiero unos ojos sin nombre ni edad, un invierno a domicilio, y
puchitos de luz a la hora del desayuno. Por
ahora, no es cierto aquello de “a cada quien según sus necesidades” y yo en la
parsimonia de mi desnudez. No, no es cierto. No es cierto. No es cierto.
Noooooooo ¿Cómo sabe usted lo que yo estoy pensando? ¿En qué llaves hay manos
inmóviles, manos que señalan, narices con pecas y bocas terribles. Uno quiere
siempre echarle zancadilla al otro, sí, aplastarlo, deshacerlo,
invisibilizarlo, sí, este es el verdadero amor. El amor y sus egregias
expresiones. Siempre hay circuncisiones
fieras: a veces es necesario desenterrar los ligamentos, el cuerpo cavernoso. El bautismo es otra forma
de hacerlo. La melancolía que siempre nos condena a morir, la mesita de noche
donde uno pone las lágrimas a descansar. A menudo uno quiere negar o afirmar
tantas cosas: negar las distancias, las rodillas, el sollozo de niño sin
pañuelo, con los mocos secándose en la boca. Cada poema resulta un atril
despellejado donde ya no hay nada qué hacer. Un poema siempre es una sustancia
viscosa, un poco parecido a esos fluidos íntimos que emergen a cierta edad y
luego desaparecen. Es inútil, aun con su volatilidad, siempre estoy tocando a las puertas del
alfabeto, haciéndole señas que vuelva, que regrese, que se quede. Ahora mismo
pienso que la domesticidad es para otras cosas: vaya el perro o el gato que
cuchichea conmigo. Vaya los empedrados y
sus extraños pataleos. Al lado de la pared, la balanza de los estragos de los
sueños. El hervor disuelto de la caligrafía, ay, a veces la gangrena, los
calambres y tantas desfachateces destrancadas, y tantas palabras como para no
agarrar un pedacito de universo, como para no celebrar el natalicio de los
montoncitos de sombras de la tierra. Al final, es preferible lavarse las manos…
Barataria, 2016
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