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martes, 7 de noviembre de 2017

HOJA NOCTURNA

Imagen cogida de Pinterest





HOJA NOCTURNA




me busco en los oscuros acordes
de profundos despertares
en orillas densas de cielo.
Salvatore Quasimodo




Ahora es al tacto, lo que el asombro a los ojos.  Dudas en la intimidad de la noche,  calles al amparo de la incertidumbre. Aquí la hoja de ruta del destino, la torpeza de las sombras alrededor de mi sombra. Mordemos el bozal del suspiro a quemarropa de la espera del hilván, el pespunte de las lápidas como una sastrería de fiebre, vertiginosa —penumbra cayendo en el tórax de los días amargos. Hay ásperos sudores desbordados en los peldaños de la escalera cuya dimensión impone aguas de torneados escalpelos, delirio de esquinas y tiempo, sinuosos bosques de ausencia, y más, bocas como tiestos quebrados, oscuros collares de saliva, por donde la materia repite su propia fuga. Sobre la piedra, el ansia curva del aliento; las semillas de la conciencia buscando su infinito, los desorbitados terrones del alba, la herrumbre ahogada en las recetas, la puerta masticada de las pesadillas a media asta de las aletas de los peces. Hay hojas como espuma que el viento sacude sin ningún reparo, intemperies desdibujadas al punto de parecer losas indelebles, agujas ciegas en el polen fecundado de la roca efervescente del acantilado; de pronto, brazos que nunca germinaron en tierra alguna, sino en la breña torcida del aire, en los sueños ensimismados de la fiebre, en la cerradura enmudecida de alguna armónica, quizá en la disonancia de la caligrafía posesa de puñales. Pienso en la medianoche de los ojos del náufrago: el horizonte oscuro, lento del sollozo, los ecos de sal como un arado en los poros, la piedra de la muerte haciendo densos los dedos, masticando la sangre hasta el desenlace fatal. También el fuego, sin rescoldos, devora inexorablemente, los jardines del ardor. El suspiro responde al silencio, hay flechas y dardos en el camino, y ojos vaciados  por el tiempo. Desde siempre veo sólo la imagen de la ceniza a deshoras de la luz, el rompecabezas de la noche en la alacena del miedo; claro que sobrevivo a los eclipses, aunque el abismo esté allí como un candil imprescindible para atisbar los círculos, o el planisferio ahogado en mi boca. Ahora, en lo angosto de los amarillos, llueve más en los párpados que en ningún otro sitio: me ahogo en el cenicero junto a las colillas, en el tintero sin reposo de la vida, en la mirada oscura que emerge de la almohada, en la vieja casa del grito, pájaro ciego el reloj del espejismo, trasluz de cuerpos soterrados, distintos a la mesa donde juegan los niños a los ojos y las crayolas. A merced de los zaguanes, dejo que todo llegue a su propia nocturnidad: la sed, la voz en silencio, el filo desbocado de los grillos, la palabra seca en el peldaño de la lengua, sin renunciar a sus ocultos fuegos, sin dejar de ser sombra en la hoja de la noche…
Del libro “MOTEL”, 2012 (Inédito) 170 pp
© André Cruchaga

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