Fotografía: Pinterest
HAMBRE DE MINUTOS
Muerdo
el hambre en la celosía deforme de los minutos,
en
el reloj revuelto de las aguas apuñalas de las ortopedias,
en
la otra oscuridad que ciñe el silencio.
Entre
los dedos, los murciélagos desnudos del polvo,
los
colmillos de la tierra, la túnica crispada de los párpados.
En
la guillotina del reloj, cuelgan su bastón los paraguas.
Antes,
el regocijo tuvo pañuelos ahorcados:
—igual
que las monedas, las manos se vuelven sombrías,
en
la colmena de los poros, en esos sudarios alrededor de ciertas
cicatrices,
en las postales del ciempiés de las sombras.
Vivimos
en medio de una ciénaga de catecismos feroces:
recogemos,
apenas, las migajas apoltronadas en las alfombras,
la
cosecha de los establos,
la
rama dulzona de las diademas del agua en el guacal de la sed.
Al
pie de la noche desnudamos nuestras soledades:
nos
apresa el pánico, la puerta tirada,
los
reptiles curvados de los zapatos,
los
deseos hasta el cuello, hundidos en el tributo del sollozo.
Una
cama de espinas golpea nuestra espalda, —no duerme el sueño
arraigado
a la ceniza, ni con fortísimas cerraduras,
ni
con enhiestas rocas.
Nos
come la hoguera del escombro,
el
afilado telar de los minutos, las sombrillas irrestañables
de
los escarabajos, la mesa sofocada del hambre.
—Somos,
después de todo, el ojo medroso frente a los demonios,
el
estrecho dominio de los dedos, la rala presencia de los cabellos
en
la sombra del mundo.
Hay
días que nos llueve el linaje del asco en las pupilas,
—nos
llueve el punzón de la lanza, extrañas escaleras,
sumas
de sorda contabilidad, insomnes caricaturas de los labios.
Sólo
nos queda arrimarnos al cuaderno de las luciérnagas,
aprender
la lección de los gargajos, golpear los féretros,
quitar
las escamas oscuras del terror.
No
es fácil encontrar la salida compasiva a los sueños,
en
medio de la truculencia.
Turbias
aguas en el río de la sangre, cierran el sendero.
—Vivimos
transcurridos en la ráfaga del discurso:
nos
desdibuja el estallido del reloj,
nos
entumece cada bulto de aire aspirado,
nos
recorre la ternura colgada de alambradas,
—la
calle sombría del fracaso recurrente de la noche.
Ya
no puedo caminar con las pupilas gastadas.
Los
párpados cuelgan de los zapatos cansados de la almohada.
Amanece
el muerto frente a la ventana,
asoma
su nariz la calle incierta:
(contigo
la redondez de los huesos se hace evidente.
Las
uña, allí, rotas de buscar la alegría;
los
brazos, la misma proclama del frío.
El
corazón descendido a queja. Envilecido el Paraíso.
Contigo,
tampoco me salvo de este mundo de espuma:
llueve
en el reloj todas las ramas del miedo;
vos,
agolpada en el cabeceo de los itinerarios;
yo,
abajo, sonriéndole al insomnio, mordiendo la desazón
del
patetismo, aullando sobre el muro de las enredaderas.)
Del libro “TRASTIENDA”, 2011 (Inédito) 120 pp
© André Cruchaga