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jueves, 13 de octubre de 2011

BALCONES DESEADOS


Voy siempre hacia el pinar del conjuro, hacia lo invisible, primero;
luego hacia lo visible, a la grieta del traspiés,
donde el infinito no tiene edad,
sino vértigo de enredaderas, puertas donde ladra el sigilo
con la adustez semiclara de las lámparas, con las aguas mortales
del poro trotando en el ardor de la sangre.
Imagen tomada de Miswallpapers.net





BALCONES DESEADOS




Semiabiertos al espejo de las pupilas, hondos al viaje que habré
de emprender, veladas huchas del artificio humano, estos balcones
en los que culmina el ala, y tantos vientos lejanos a la razón.
Es posible olvidar y avanzar; lleno de mí, sin embargo, los patíbulos,
la sábana carnívora del polvo, las deudas que nunca caducan,
mientras cruja el eje de la indiferencia.

Me resisto a la torpeza de la mirada en el plato, cada atrocidad
es un espejo viviente, cada quien puede lavar su alma mientras
la lluvia caiga y borre toda sal del cuerpo;
no hay días felices si para ver las semanas usamos mascarillas,
el tren de las luciérnagas es sólo un paso al fuego,
frente al cristal, asoma la militancia de las cosas: internarse
en la sed, pero parpadear,
abrir el horizonte mientras se duerme, luego saltar el peñasco
de los candiles, la espuma que deleita pero es efímera como el tallo
en el páramo, en medio del abrojo donde asoma la breña.

Voy siempre hacia el pinar del conjuro, hacia lo invisible, primero;
luego hacia lo visible, a la grieta del traspiés,
donde el infinito no tiene edad,
sino vértigo de enredaderas, puertas donde ladra el sigilo
con la adustez semiclara de las lámparas, con las aguas mortales
del poro trotando en el ardor de la sangre.
Veo la alacena del horizonte en mis propios zapatos: un hombre
que escribe en la esfera de las palabras, negándose a atardecer
en el andamio de las osamentas, en la metafísica de la angustia;
cada día abro la cerradura de los imanes,
me embrujo en el desorden, para interpretar lo audible,
los balcones deseados donde cada esqueleto no sea miserable trono,
sino íntima parábola del bosque.

No busco la eternidad porque ella es sólo un mausoleo viviente;
cuando miro fijamente las campanas, todas las lágrimas son iguales
al último orgasmo que presenciaron los párpados.
A cada recuerdo le ofrezco una jarra de silencio: me interesa
el vértigo, el ascua cárdena de lo desfigurado para darle forma;
me interesa ver lo mínimo, el rocío por ejemplo en el envés
de mis anteojos, la hoja de la simplicidad, en el hueco de las palabras.
Antes los balcones eran viejos raíles, hierros oxidados;
—(hablo de los tapiales de la penumbra, el frío ininterrumpido;
hablo de aquellas piernas que ardieron en el semen de la tinta
y que ahora, después de todo produce náuseas,
cierto cargo de conciencia que en nada empaña el ojo.)—

Ahora sólo tengo tiempo para descolgar los ríos del incendio,
caminar derecho hacia la acequia confesa del azúcar, hacia el prolijo
orden de la respiración, sin más aperos que la convicción…

Barataria, octubre de 2011

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