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sábado, 1 de octubre de 2022

INSTANTE DE ESPEJOS

© Obra pictórica de Joan Mitchell



INSTANTE DE ESPEJOS

 

 

En las cicatrices que nos va dejando el tiempo, no existe póliza alguna,  

sino una voz ensombrecida, mutilada en sus ecos.

Toda la polilla que destilan los espejos, tiene esa lenta sequedad

de baldosas, el puño de vocales en el aliento, es un calambur

anisado de ventanas,  o un pedazo de fuego que arrecia con el viento.

A veces es sordo el frío que se arrima a los poros,

estrecho como el palabreo  del país, dudoso como los cementerios

aledaños al vecindario. Nudoso como gemido de trompos.

Los párpados vacían la palidez de los aromas cercanos al mundo

del abismo.  No me imagino otros espejos a esta oscuridad devota

de las espinas.  La alegría también suscita goterones de techos

sajados por el invierno. Bocas con furia de hambre.

Las begonias tienen su propia perspectiva, algo así pasa

con las braguetas,  con la escupidera de los números,

con los asilos sobrecargados de la respiración,

con el hoy, aquí, adormecido de los esqueletos y el zoológico.

En los piojos de las postrimerías, uno abre la morfología

de los sobrenombres,  y ese pañuelo donde bautizamos la salmuera.

La historia retumba de incensarios sordos y acólitos, de guacales

con arañas  donde se bautiza cada atisbo de futuro.

Florece el acomodo, momento de rapiña y artificios libidinales

y esa ganas de morder  la carne hasta llegar a lo inevitable:

el vuelo derretido, la mosca masticada.  

Uno oye a la almohada y al silencio, después, como un entierro.

Queda dicho, entonces, cuándo es que se siente la última lágrima.

 

 

Del libro: «Mi memoria se ha cansado de llover y esperarte», 2022

©André Cruchaga


 

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