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sábado, 27 de enero de 2018

SEDICIÓN DE LA TERNURA

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SEDICIÓN DE LA TERNURA





Se agrieta el tiempo cuando mueren las palabras.
Se agota. La locura centellea entre anzuelos.
(En la navaja de los huesos muren las cópulas;
los tatuajes rumian en las calles como una brasa.)

Aquí el diente en la disciplina del gorjeo.
Aquí el viaje
milenario de los tejados,
las camisas de fuerza en las cornisas,
los cipreses retorcidos
de la trementina en el lince del aire:
aquí las vestiduras gastadas de los bufones,
los grandes
sorbos del exterminio licuándose en el follaje
—pájaros
de aserrín en pequeñas franelas oculares,
en hojas de afeitar.

Cuando amanece la miseria
entra por las ventanas:
la arritmia de los meses,
la disfunción de los sentidos
sobre el calcio quebradizo de los huesos
—no hay dispensadores
para los jazmines,
ni botellas para tirarlas al mar de los tatuajes.

A la luz de los pavorreales
no se necesitan espejos.

Las abejas del sollozo construyen su olvido
en la avidez de su laberinto. En el polen de los ardimientos.

Los días son menos ciertos
cuando no se confunden
con los sueños,
cuando la boca traga los abrazos,
cuando las bragas no construyen
fueros democráticos y silencian
todo celo, es decir,
transmigran a la niebla de las puertas.

El misterio
tiene fecha de caducidad en las armaduras.
Como los herrajes o las depredaciones tras la puerta.

El jabón lavanda
desciende gratuitamente sobre la piel:
en un instante profana
los arcanos obsesos del fuego.
Y ahí,
en sediciosa espuma,
invoca al riesgoso mástil de la desnudez.

¿Qué fuerza de aprendiz imanta mi pálpito?
 ¿Qué invierno ejercita las armas ominosas del tiempo,
los zumos nutridos
de la rotundidad,
la caverna edénica del titubeo?

—Siempre es así el regazo de la ciénaga,
la mendicidad
en desbandada,
las raíces prostituidas de la ternura.

Siempre la ráfaga avasallante,
carga de la sed en los pulmones.

Los cascos de la memoria
horadan el quebranto.
A veces
sólo queda la herida
como una asfixia de animosas funerarias.

¡Cuánto pavor al vuelo, y al trono azul del fuego!
(A quién le devuelvo este mundo de alfileres ciegos,
estos brazos que emigran dolientes
con el país oscuro, domesticado en las sábanas de la muerte.)

Todos mis rostros
se pierden en presencia de la luz:
rostros del sobresalto,
yesca de basalto en mi pecho,
hoja plena
del desvelo,
vilo sin mar
mojado por la tempestad del vuelo.

En todo este caminar a golpe de versos y estrofas,
la sangre
busca su propia hora nona,
la barca animada del invierno,
o simplemente la instantánea
del trueno donde el espíritu
bracea sobre la losa
que  la luz cava en respuesta a la tumba.

El viento se acuesta
como un cadáver sobre mis poros:
transfigura la pimienta y la mostaza
y cobija lo cegado.

El horizonte, de golpe,
es un dardo en el crepúsculo.

Despojo
para la redención de mis sienes,
alfiler en mi videncia.

Este mirar mío de ciego sibarita,
palpita en los tropezones
de los grises,
descarnando el huracán de paredones
que hay en las gotas gruesas
de su propio estallido.

—Alguien como yo,
respira la caducidad del tiempo,
la oquedad que embota,
los grandes mares de la conciencia.

Alguien como yo,
busca en la ceniza los papiros 
de su propia quemadura
e indigencia,
—ese cuerpo encrespado del destino,
hilera donde la noche se bebe en pedazos,
donde el caos pasa a ser
almohada,
donde la espesura hiere el pensamiento
hasta convertirse en un viernes de clavos:
tortura fiel del espejismo.

Barataria, 19.VII.2009.
Del libro “HORA DE TRENES”, 2009 (Inédito) 179 pp
© André Cruchaga

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