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martes, 16 de enero de 2018

HIMNO A LA LLUVIA

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HIMNO A LA LLUVIA




En los tiempos de lluvia el cielo llega hasta la infancia.
Los hilos del agua rasgan los poros;
la noche se hace diadema,
los pájaros se albergan en la memoria,
el misterio de los sapos
trasluce  espejos de increíbles alucinaciones. 

La lluvia danza
hasta hacer de los zapatos un magma de falsos susurros.
En ella hay aromas que guarda la memoria:
parajes, insectos, sueños con esa savia de la vida,
sueños de inédito viento,
enredaderas que el sueño respira en su luz insomne.
Lechos de agujas líquidas segadoras de ardores.

¿Qué es la infancia sin la lluvia y los barquitos de papel
sedientos de mar, de ríos?
 ¿Qué es la infancia sin jugar a la noche aterida,
o a las ventanas donde los ángeles asoman sus alas azules?
—Alucino frente a esas alambradas líquidas.

Un niño como yo ríe junto a los harapos que lo abrigan.

Un niño como todos los niños
no cesa de escuchar las flautas del agua,
ni se amilana frente a las lámparas
desprendidas del cielo,
ni envuelve su rostro  con alfombras
de póstumos ojos y trémulo desdén.

El frío rechina  en los dientes con su caminar desairado.
Fluye memorable como el pájaro en la rama.

Todo es inocente
en este caminar vacilante de instintivos anillos de agua.

Los árboles ebrios esperan
como libros guardados en una estantería;
los espejos en cada gota retratan transeúntes de irreales fuegos.
A través del silencio la luz se hace más verosímil.
A través de la luz,
los ojos beben y respiran las raíces de la condición humana.
De ella levantamos sábanas gloriosas:
gratificante es su líquido encendido,
madre del sueño en la complicidad del tiempo.

El ruido de los trenes se vuelve alada flauta,
aleteante pez
con el que las tormentas lamen las aceras y desatan intrépidas voces.
Jamás he podido sustraerme a esos rieles audibles.
La aspiro en el desvelo y el ansia:
respiro cincelado de mi infancia.
(Sobre la tierra la miseria apretando los cadáveres
Con su amargo ahogo de puñales.)

Tengo su luz opaca en mi almohada como borbollón de aureolas.
Y así seguiré con ese niño a solas en la fragancia del azúcar,
en la temperanza de la canela,
en la celeste burbuja de la inocencia;
pues la lluvia es mi encuentro,
el perfume concebido de la ropa,
la costilla inconclusa en mi oleaje,
la luciérnaga perdida en su florescencia:
anhelo infinito
de mojar todas las ausencias.

Hoy me hago niño para transpirar toda la timidez obsesa,
todo el día condenado a la agonía,
carne doliente, infinita hoguera,
ceniza donde habitan cábalas de abismo,
cuerda floja del aletazo y la ráfaga.

La lengua devasta en su ficción ponzoñosa;
mientras la armonía,
quiere abrir su pecho de condensados colibríes.

De súbito los ramajes se cuelgan de las ventanas,
sacuden su arcano,
y transpiran esa tinta del invierno acumulada en la memoria.

Recuerdo cada golpe del aliento de la neblina
sobre las mejillas:
caballos en cada gota giratoria,
surcos de sal, voraces, gotean patéticas gargantas.
Pero aún así, los sueños secretos, del niño,
del adulto  o del poeta,
siguen en “trance hacia el rocío”.
Siguen los cielos trabajando en el ojo de las palabras.

Del libro “INTIMIDAD DEL DESARRAIGO”, 2008 (Inédito) 130 pp
© André Cruchaga

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