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domingo, 3 de diciembre de 2017

CÁRCEL

Fotografía: Pinterest






CÁRCEL




La vida me arrastraba de la mano
hacia un verano gris.
Jon Juaristi




En esta tierra, de pies a cabeza; de este a oeste; de norte a  sur,
los brazos desnudos, arqueados, dentro del pozo del sigilo.

Los huesos callados duelen en la piel, nos ciñen las cucharas
de la respiración, la cara azotada por vientos fatigados:
andamos en el pecho sordos bicentenarios, (niños de soledades),
guacamayas de meses sin almácigos,
meses con hamacas de sal. Pocilgas de melancolía.

Nuestra cama es cárcel de gritos congelados en la deriva:
morimos aquí entre peñascos
derramados por la rama del metilo;
ardemos con la soga rota del aliento y no pasa nada:
el vejamen ha sido la palabra exacta de lo vivido;
caminamos dentro del muro que nos asesta ojos tristes,
amos e imperios cocidos al carbón de los cuchillos.

Duele en la frente el horizonte quemado del infinito:
el cuerpo derribado todos los días, la mente saqueada,
el espejo salpicado por tactos de granito.

Desde siempre hemos tenido esta condición de novela negra:
cada día nos encierra en su final oscuro;
cada día, ciega la respiración de los besos, (la furia de los narcóticos)
la verdad a medias de los que hablan o callan,
el quiasmo severo del rostro hundido en el retrete secular.

La vida en la filatelia descomunal de los barrotes:
el miedo es la vianda desabrida de la ceniza
en un País de desvaríos donde siempre hay desencuentros;
las paredes nos enturbian cada vez la mirada,
cada vez más noches
y la ropa sucia tendida en las calles,
las noches sobre los meses de invierno de las tejas.

 —(Yo, vos, luces mortecinas
alrededor de los silencios de la noche, en la hamaca
de los eucaliptos, en las persianas ajenas a los ojos.
No sabemos hacia dónde nos avienta el puño del granito,
ni el final de esta zozobra de serpientes,
ni la estatua sin listerine en las encías,
ni las pupilas alborotadas
del desprecio, ni la envidia en caricias de terciopelo.)

—Nos toca caminar entre el silencio de los muertos:
a menudo nos quedan grandes las mortajas,
no así los grilletes de la tristeza.

Ojalá un día todo sea olvido:
olvidar nombres, muertos, besos, cuerpos putrefactos,
murallas, mares que andamos;
ojalá esta cárcel no termine de cercenar la conciencia
y nos convierta a todos,
en invisibles latidos de espuma.

Por ahora, me quedo desenredando pájaros debajo de la sábana:
sin pena ni gloria las explosiones ciegas de la ceniza,
simples mortales en el ruidito de los serruchos,
ahogados en la otra página de nuestra destrucción.

Solo el mundo memorioso de los orgasmos fenecidos,
tiene cabida en la antivida de este hueco sin luz.
Uno es presa fácil en las concavidades de la noche.

Del libro “TRASTIENDA”, 2011 (Inédito) 120 pp
© André Cruchaga

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