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jueves, 23 de noviembre de 2017

MADERA

Fotografía: Pinterest






MADERA




De eternidad, sedientos, siempre vamos.
Obcecados vivimos y creemos.
Muere la fe al instante en que morimos…
Francisco Andrés Escobar




Carne yerta en la cicatriz de mis fantasías: ahora no es verde
la sombra, sino sepia, —hecha también,
para el luto sin tregua, monótonos comejenes
en la indiferencia del sueño.

Algún pensamiento queda en las astillas,
el tiempo del cuerpo y la brisa leve,
la sábana hirsuta en el cuerpo, la vereda sin copos ni piyama,
el frío de la luna que baja, como un tafetán negro.

Hacia adentro, las puertas pierden su propio alfabeto:
los pies sumergidos en la polilla,
el grafiti como telón de maleza, la rama oscura de las lámparas
o los cirios en derruidos candelabros.

no veo por ningún lado el sendero de los sueños,
sino las variaciones oscuras de la hojarasca,
en medio de tanto sigilo.

(Desde siempre aprendí en el rocío del bosque, el amanecer íntimo
de la llama, gocé ciertas sustancias indelebles;
ahora es la pesadez rota de la madera, sosteniendo la casa del pecho
sin horcones, sin costaneras ni cuartones,
sin el tapiz de los meses en el mimbre.)

El tiempo termina confundiendo cualquier señal de certidumbre:
no es el pétalo, sino la madera orillada de la vigilia,
la garlopa tenaz que va irrumpiendo en la superficie como una lengua
de singular maquinación.

Hay fiebres en el aliento de las horas: en la cáscara infame
de los báculos, en el rechinar continuo de las ramas de la historia;
la piedra obceca las raíces de los labios
en su franquicia de dados,
confines de la materia angular de los poros.

La sed es la verdad absoluta para los descalzos: los monumentos
a la saliva, —intentamos subir a través de la escalera del guarumo,
las grandes noches cerradas de ceguera;
mordemos la carne del País a través de la sospecha:
esquirlas en la fisura del tiempo, corvos de ferocidad,
aserraderos incubados como albergues de la noche,
panaderías del grito, verjas de súbitos destellos.

Nos envisten las pulsaciones, ahí donde los  sentidos
se bañan en salmuera, ahí donde la sonrisa se desdice en medio
de la arboleda derribada: la misma leche vestida de noche.

En la muerte crepita la madera su último vaho.
No hay ninguna previsión que nos conforte llegada la hora.

(Sólo quedan los vestigios en el sobresalto, en aquella mariposa de polvo
que se descuelga de la garganta. Tal como el fuego, las inclemencias
en su agonía de desnudez. Los techos derruidos del tiempo.)
Del libro “TRASTIENDA”, 2011 (Inédito) 120 pp
© André Cruchaga

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