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lunes, 29 de mayo de 2017

RELECTURA

Imagen cogida de la red





RELECTURA




Tintinean, lentas, las monedas de saliva sobre el cuerpo. Junto a los párpados,
la realidad ecuestre de la desesperación, la lluvia sometida a cierta
hipnosis, y los dogmas al punto de la indecencia.
No hay una teología que explique las campanadas de la respiración al momento
de poetizar ese confuso aleluya de las poluciones, el paraje húmedo
de círculos y el creciente desvarío de lo inasible.
En la plegaria del entierro, me obligo a morder el tabaco de la fe y dejar
el ritual de los puntos suspensivos con su gusto de pasión sostenida:
la lengua aboga por ese bosque de profundidades inciertas.
En las paredes del sueño, resbalan los peces húmedos del fuego.
Arden las estrofas de cada movimiento de la bóveda, la rima del vilano,
o la simple página donde se tensa el apocalipsis.
Me apoyo en la antesala de las muletas del paraíso, en las costuras de espuma
del desquicio, en el relámpago desmedido de los ataúdes.
En la piel agónica del fósforo, la flama submarina y su propia levadura:
todas las lunas suben al sonambulismo de la boca.
Del testamento de la mesa servida, los jeroglíficos de los mordiscos;
después, muere uno desposeído de pecados, entre el crimen y sus monumentos.
De la historia, los ahogos y el susurro de los trenes, la escama del follaje,
y su arpón de recuerdos y andrajos.
Así como en los libros, uno acaba releyendo la misma historia y su aguacero.
Barataria, 2017

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