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LA
PALABRA
Y el guerrero, sobre ellas
inclinado,
JOSÉ MARÍA HEREDIA
La palabra
se hizo de los sueños, de los sagrados escapularios del viento,
de la vida
del pedernal que lamió el barro, del mendigo entregado a su herida:
así hablaron
las estatuas, las raíces y las antípodas. Así el mediodía alcanzó
estatura, y los cuadernos empezaron a ser mazorcas
—arados de la luna,
luz en la
boca —y también, sopor de la ternura y caballo de espejos.
Desde
entonces se nos queman las manos —surge la Patria como un inmueble:
volcánica
harina entre un vendaval de dientes —sed de tapiales, muros
sobre la sed
goteando en la garganta
—puños
de rabiosa ceniza, tribales fémures.
Desde
entonces las cerraduras se volvieron párpados
y se pudo llorar en la lluvia,
y soñar en
el lindero de los pájaros —en las sílabas del aire con otro destino.
La claridad
en ella guarda hangares de secretos ritos y el fuego de la niebla.
Los
relámpagos son su hoguera
—carne
labrada en afiladas piedras, saeta del ojo.
En el
momento de los sueños y el tiempo, coloca su figura en los ojos,
espejo que superpone
y alude a los primeros crepúsculos de la ambigüedad
—calles a
veces reverberando de bultos,
palabras
como pipas al óleo en pequeñas barcazas.
Una campana
de aire disuelve las sombras. El mar unge las sienes y avienta
ecos a
nuestro planisferio —ráfagas de luz cambian el rumbo de la vida, corona
de granito
sobre balcones, relojes removidos por el cierzo, horas de respirar
la propia
piel, el pulso de abrirse en el vientre
[—cumbre tibia de la palabra misma.
En el
claustro del cuerpo existe
—ayer, hoy,
mañana, amanece su vela con forma
de cámara
—pantalla donde la herida escribe el poema sin violines hasta palpar
los mangos
eléctricos del deseo —las mariposas y los gritos
[irreales de los naipes.
En cada
lugar tuvo su cocina. Hace miles de años fue
azul siniestro en las cuevas —miles de años de confusos candiles,
trueque de espejos
[y cabellera de alabastros.
Se izaban
corceles; en los huesos la mitología se hizo evidente —sortijas
de nebulosas
postales, ciervos en postreras lanzas,
crayolas de
vertiginoso sueño.
Las sombras
y el agua oscura dejaron sus cortinas. Tras flechas de azabache
el sol
partió las aguas en el pecho y se llenaron los ojos y las vasijas de vocales.
El horizonte
mostró “la noche boca abajo” y el
deshielo de los dientes. El cielo
es ese
bosque que tenemos
—alfabeto
del viento en el oído, huella de la sed.
¿Qué
historias nos cuentan hoy los zaguanes insomnes del desvelo? —aguacero
de lenguas
en una sola jarra: aserrín donde crepitan gavilanes y goterones
de siniestro
augurio. ¿Qué vestidos se ponen las cruces con su madera endeble?
¿Qué
invasión desmantela las raíces y se vuelven artificios pirotécnicos?
Sobre las
hojas del tabaco y sus aleros el chirrido de los rostros
—bahías
de lebreles,
conjuros en el guante del acecho,
borrosos
ventanales de la espuma.
En los armarios tiritan las palabras. Aquí no sirve el
saxofón de las ventanas,
ni proyectar
la historia en smoking —la soledad les duele como las garzas
blancas de
la luz, como un talud de frío sin poder hacer su strip-tease.
Aquella
noche del fuego la brea abrió el azogue de los muelles y las armaduras;
abrió el
túnel de los gladiolos
—la alegoría
del pedernal se hizo destino.
Y el labio
un lápiz de abierta claridad
—claridad
que impermeable, abraza
el pupitre de los girasoles
y los
escaparates azules de las sienes…
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