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jueves, 13 de septiembre de 2012

MADERA ASCENDENTE


Fotografía de Francesca Woodman





MADERA ASCENDENTE
(Hacia el asombro, floración del alma)




a Sofía Rodríguez García, poeta.




La invasión de las aguas se va tendiendo en pesadillas
sin despertar al escalar el surtidor o fijar un lucero.
JOSÉ LEZAMA LIMA




Aún estoy a orillas del hambre, salpicados mis pies por la lluvia,
mientras mis manos siguen madurando las campanas del alhelí,
la escalera de la sangre subiendo a los rieles de los poros;
a través de este abrigo de las palabras, el atrio de la tinta
dentro del almanaque de la acequia del eco: en la hipnosis
del ojal, el desfiladero del escalofrío, la brújula o el farol de cuanto
cubre el picoteo de los relámpagos.
Todas las raíces tienen el tamaño del sol: el lexema del agua
y los manteles, el pez del arco iris en el césped hirviente del terciopelo;
cada vez sube la lengua a la almohada, cada vez la sombra destrenza
las esferas de la cobija o la rama en el entrecejo del pálpito.
Cada vez la tormenta muerde con sus desnudeces de avena.
Cada vez el ascenso es sinfonía de luciérnagas:
el sonido de las palabras en la alacena de la respiración.

El punto de la sabiduría está en hacer visibles los puntos cardinales:
no es el arbitrio el que habita las estatuas,
ni el País que nos colma de hastíos, ni los titiriteros locuaces de la risa,
ni siquiera la jaqueca que producen ciertos estertores,
ni el mecate del murmullo en los rincones endurecidos del ansia:
nos perdemos en el espejo de la medianoche, —nos abriga el cíclope
del incendio, lo absolutamente corpóreo,
lo calientito del rapto del abecedario, el arado que se extiende
hasta las vaguadas de la anatomía de la diéresis.

(Por encima de todo, hay dimensiones sumamente entrañables:
la diafanidad por ejemplo; y no lo putrefacto de ciertas legumbres;
la superficie real del plano cartesiano en los párpados;
y no el cancel agobiado por imágenes en sepia.
Sobre el borde de la canela, ascienden las puertas y empieza el goteo
del jardín, hacia arriba en el sendero del tejado.
En la almohada la claridad tiene manos reveladoras: un milagro.
Dondequiera el tiempo se alza como un refugio:
cruzamos el vuelo con la desnudez de los sueños,
para luego abrigarnos con el rocío de las libélulas,
bajo la rama del almendro convertida en paraguas…)

¿Es posible que el sonido suba al sedimento de los sueños,
a la hierba premonitoria del peñasco? —A menudo, sucede que,
la altura no es sólo calvario, sino un afán de guantes,
sorda caverna sostenida con zancos, y no roca firme.
Allá no hay pupitres para aprender las abstracciones del cielo,
Aquí nosotros para el próximo temporal de ropa:
seguramente izando la bandera de los pezones,
como se hace en las festividades de la Patria, con bombos y platillos.
En la desazón del abrigo, nos amparamos en los tapiales
de las enredaderas, le ponemos imanes al itinerario,
y luego desnudamos el tórax desde las rodillas.
Sólo así sabemos si el viento no es otro paralítico,
en esta geografía nuestra de castillos de naipe, donde la apariencia
sigue siendo tan feudal, como los sistemas caducos
de las estratificaciones, como el ojo oscuro de un túnel…
Alrededor de los pájaros hay un hondo camino donde amanece:
la poesía que respiran las estaciones del tiempo,
el latido corpóreo derramado en la tinta, el retablo del cuaderno.

Barataria, 12.IX.2012

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