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sábado, 24 de diciembre de 2011

EL INVIERNO NOS CUNDE DE PALABRAS EXTRAÑAS


(Siempre nos resulto extraña esta suerte de paraíso:
el aire etéreo de las gaviotas en las pupilas, los verbos impregnados
de estatutos, los poros cabalgando en lo pulsante de la nieve...)
Fotografía de André Cruchaga





EL INVIERNO NOS CUNDE DE PALABRAS EXTRAÑAS




Escribir un poema se parece a un orgasmo:
mancha la tinta tanto como el semen,
empreña también más en ocasiones.
ÁNGEL GONZÁLEZ




El invierno aquí, nos cunde de palabras extrañas, la vigilia es atroz
entre vigilias y ungüentos, días de respirar insomnios y espejos
que al soñarnos, nos acechan, como los meses grises en el cuerpo,
—el tuyo y el mío que, nunca antes, supieron
Sino de sábanas y constelaciones en equilibrio.
Dejo tantas cosas: la madera del cuerpo, el disturbio compacto
de la saliva, La humareda del aliento, la perpetuidad de tu presencia
a quemarropa. (Siempre nos resulto extraña esta suerte de paraíso:
el aire etéreo de las gaviotas en las pupilas, los verbos impregnados
de estatutos, los poros cabalgando en lo pulsante de la nieve.
Pienso, desde luego, en los caballos desmesurados del ansia,
en todas las hormigas arrastrando el semen de los relojes,
aquel horizonte húmedo atravesado por el frio. Vos una constelación
a semejanza de mi rostro: subidas y caídas en la noche.)

Quizá debimos tener otro alfabeto sin mayores carencias,
otra escalera empinada hacia los ojos, sin arrugas ni ardores;
—quizá, digo, pero es sólo un simple decir, al trasluz del fuego
de las ventanas que nos dieron otros silencios hasta tocar los pies.
Desde aquí, oigo tu cuerpo, madura la piel al roce del deseo;
desde aquí, el incendio quema las cobijas,
se hunde la almohada en el cuello, drenan las axilas su propio rio,
hacia dentro, ahondo mi boca en tu ombligo, curvas y lengua
en la brasa de la cerradura, —puerta diferente al aullido de los perros,
tierra ávida donde bebe agua el zodiaco,
la sed donde se talaron las ansias y los jadeos,
calles donde ambos cuerpos se volvieron invisibles ente la gente
y su ir y venir sin rumbo, como la neblina ensimismada del ojo
sobre la copula del vestigio.

Desde aquí, siempre, tus palabras con un invierno de hostias sin fatiga:
sumiso el sonambulismo de los espejos, los días feriados
del calendario, el labio detenido a contraviento de las mareas,
y los trenes, por supuesto, que ascienden hasta nuestras sienes,
hasta llevarnos al mar de lo invencible, hasta el eclipse de las luciérnagas
dentro de las pupilas. Hasta el árbol plantado del cierzo.

Así me permaneces en la vendimia del cuerpo, así me sudas
y me confundo con las aguas del invierno, con estos grises que para mí,
sólo son tiempo, materia de nuestro propios sueños, —los tuyos
y los míos, el pájaro desnudo del asombro, en la pupila que se rompe
en la luz, en la imagen que pestañea en sobre el fruto,
mariposa o campana en la redondez crecida de la aurora.

Salt Lake City, Utah, 24.XII.2011

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