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lunes, 21 de febrero de 2011

EL BOSQUE A TRAVÉS DE LA VENTANA


No sé cuándo, por primera vez, mis manos tocaron las ventanas:
la palabra mundo sostenida en los sombreros del aire,
la lluvia de los zapatos debajo de mi lengua, el pájaro con traje
de sed, la costumbre de los ojos sobre la mesa verde del bosque.
Fotografía: Paolo Neo


EL BOSQUE A TRAVÉS DE LA VENTANA




bosques de rayos entre el agua nocturna;
JAVIER SOLOGUREN




No sé cuándo, por primera vez, mis manos tocaron las ventanas:
la palabra mundo sostenida en los sombreros del aire,
la lluvia de los zapatos debajo de mi lengua, el pájaro con traje
de sed, la costumbre de los ojos sobre la mesa verde del bosque.
—Los relojes han transcurrido desde entonces; en las enredaderas,
la puerta de la boca, la harina del cielo cimbrada
en la conciencia,
las vigas saladas de lo oscuro,
los cementerios con la historia personal de mis amigos:
llevo quemado todo el misterio de los rastrojos, las antorchas
de la respiración descendiendo hasta la lámpara vencida de los atrios.
(Me he perdido en los líquidos, en la noche, la piedra, el ruido,
el gusano, el sueño, en el calendario soluble del sueño.
Al lado de tu cuerpo se quedan absortas mis costillas: la boca
Envejecida de los lázaros, los hornos que guardan nuestras almas.)
El tiempo enredado en nuestras manos ha sido látigo;
juegan los trompos como pájaros, los vagones de las hojas o ramas
en la feria estupefacta de las telarañas;
en este País de jeroglíficos, el cielo es una brizna convulsa,
y la memoria un suceso terrestre de onomatopeyas.
En el País, soñamos con puertos y campanas etéreas:
con armónicas de temblorosa sal en nuestras bocas, con Ulyses
y lenguas de mares remotos,
con hormigas comiéndose la noche de la garganta,
con árboles donde se pasea la ansiedad como un ojo ahorcado
en las ramas de jardines olvidados.
Sobre la hojarasca galopan los paraguas de los apóstoles:
las catacumbas sin sombreros del cáliz,
las vigas del pan junto a los mendigos que emergen diariamente,
las ventanas alojadas en la taberna de la mente.
El bosque creció en la jaula de las espadas, en los alfileres,
creció petrificado en el olvido,
en el reloj vacío de las manos, en la ojera oscura del aprendizaje.
No siempre cada día vivido ha sido compartido:
aquí el fuego sobre el pecho ha hecho cicatrices, —caminos torcidos
de sepultureros, guantes trasnochados de linternas,
aullido de sábanas desde las máscaras, fatiga de trajes,
perros descendiendo a las venas, como el sonido arrancado
de las orquídeas: (nos muerde la sangre en el vaso de los párpados;
debajo de los sueños hay raíces heladas, fríos oídos de la tierra,
uñas en las hojas de la puertas, sin ángeles que hagan bien
su oficio de alumbrar la boca sin poner candados
en el talismán húmedo donde dialogan las campanas.

Barataria, 18.II.2011

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