PÁJAROS DE
CHAGALL
En un conglomerado de linternas los pájaros de Chagall
abren el alba sin los bisturíes de los andenes;
ellos en desbandada arrastran la breña de las nubes
y la ortopedia de hostias del vuelo secular.
En todas partes el día los envuelve entre ramas
leporinas
—es otro reino ávido con estaciones, pero sin
escalinatas
donde no hay niños huérfanos,
ni la noche los ahoga en sus aguas profundas.
Hay pájaros que traen en sus alas inútiles arrugas,
trozos de plomo en la memoria,
miedos salpicados de esquirlas abisales
y sin embargo vuelan.
Jamás el olvido los delata o los derrota, almas
abrazadoras;
jamás la intemperie les niega el desayuno;
tampoco les falta la risa cotidiana, el rescoldo
lluvioso
que no se ve en los periódicos.
Siempre en la brasa del arco iris beben los colores
de las palabras, levitan en un silbido de pupilas,
levitan;
a menudo se exilian en la ceniza de la niebla,
en la brújula del musgo cuando los despierta el frío,
los gestos amarillos de la mañana les quitan la
mordaza:
—la luz en espigas asciende desde las raíces
convertida en implacable sed.
Hay pájaros derritiéndose los sueños, en la
providencia:
de algún jardín hostias blancas radicadas en el cielo.
Hay pájaros negros y nadie los ve en la noche fundida
en los ojos ni frente a la incandescencia.
Uno admira su transparencia alada, pese a lo
inhóspito,
el escapulario incesante de sus plumas,
su geometría en las pupilas al límite de los estragos
cotidianos
como una imagen de instantánea fotografía.
Cruzan el horizonte de los alquimistas de la retórica
y lo copian en los espejos de la Nada;
las nubes pestañean con los objetos pesados del aire.
A veces parece locura todo ese escenario
planetario donde las probabilidades están próximas
a la locura y también a las madrigueras de artefactos
con salvoconductos para retorcer la Esperanza.
Según las profecías de la melancolía desnudan las
antípodas
con sus alas, rozan el trópico de piel del harapo.
Los pájaros duermen ahora en las axilas de las
cornisas,
porque los árboles ya no son la obra maestra
ni la cama para obscenas esperas, madrugada de gallos
domésticos donde ojos y manos agotan sus papeles.
En otro tiempo de seguro fueron un libro abierto.
Ahora están en pequeñas jaulas o simplemente no
existen.
Se los tragó la noche del mal humor,
el egoísmo absurdo,
la noche del planeta con sus vigías sin lenguaje.
En medio de las espigas he visto descender
su saliva transparente y húmeda.
Cazadores en su lava, huella del fusil sobre la
piedra,
ideogramas sin estatuas sobre la espuma del mar,
cuerpos desnudos suspendidos en los adjetivos del
respiro
o el recuerdo, cuerpos frente a la voracidad sin que
nadie
los cobije, el mismo ultraje de sobras de la historia.
En el litoral de las lámparas cambian el velo de su
siesta
por teoremas de suculentos manteles
—mares negros trazan laberintos en el pecho.
Cielos oscuros elevan sus códigos de revólveres.
Mares más allá de la arena del eco, mares de la maleza
y el desdén —mares donde se abre el oleaje de la
muerte.
A veces el vuelo de los pájaros se torna «lámparas de
fuego».
Sonido y sangre viajan en el alfabeto,
agua y luz indagan el lenguaje insomne del mundo,
noche y día lubrican la historia que de a poco se
desvanece
y tallan de texturas
la queja muda del desasosiego.
En cada estación los pájaros se mueven entre
paradojas:
paradojas del tiempo con fisuras e insaciable
que la arcilla consagra en bisagras desde los pies
hasta la sobrevivencia.
La perversidad de los excrementos y el fascismo los
aniquila
cuando el grito toscamente se vuelve señal
de feroces rieles encallados en el hueco de las
mamposterías.
Para no morir agotados en los nidos
ni en la rabia de las armas,
ellos repican su voz en una campana de espejos,
así sobreviven a los domingos y a los sofismas.
Más allá donde se cierra el horizonte al ojo humano,
los pájaros siguen con su eterna virtud:
—volar con ferviente ansia hasta tocar la resurrección
del gozo
y hacer de la entraña resonancia de ventanas…
Sé que el vuelo nunca olvida sus raíces y vuelve por
un poco de luz,
vuelve aun entre frutas en desuso a cruzar los ojos,
la vida: su memoria es la memoria colectiva de huella
y mástiles, creyentes de la redención del vuelo.
En cualquier lugar nacen y existen, son todas las
infancias
que se niegan a morir en boca de hienas.
Del libro: «El
búho de Lautréamont», Barataria, 2008-2011
©André Cruchaga
Imagen Marc
Chagall
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