© Obra
pictórica de Joan Mitchell.
CHARCO
En mi pecho sosegado, la moneda del charco de la tristeza ahogada en el lenguaje negro de la extrañeza. No hay salidas para este otro cielo de oscuras alquimias. Es sombra sin nombre, mientras en él amanece el suplicio, la densidad del aliento donde hundidas escarban las vértebras «con un trote obstinado de animal humano.»
¿Dónde están las aguas
análogas?
¿En qué madera el tiempo no
se pudre?
Nunca faltan los pájaros
metálicos de la muerte.
Las manos torturadas junto
al cuerpo y los cansancios de las llaves sin ninguna puerta: ahora el fango ha
mutilado los dientes
de las semanas; a veces hay
que sonreírle al puñal amargo del lodo, al cuerpo amarillo de la patria, a la
miseria que se yergue
con
todo su puño deformado.
Arrecia
la tempestad con sus impudicias.
Los
peces derruidos de la avidez.
Debajo de este mundo turbio,
los bolsillos sólo con sus cansados días, y los sueños quebrados como la arcilla.
—Grita el tiempo junto con
sus harapos de innumerable partida.
Ante la desnudez del
despojo,
la libertad es un crimen de lesa
humanidad.
Después de todo, el insomnio
es como el tren vacío de la niebla. Como el reloj en la tinta china de la
matemática.
Me distraigo siempre en lo
inexplicable de los cráneos
y en el alfiler
petrificado de las pesadillas en el
abismo de la garganta.
Del libro: «Se
han roto tantas cosas con el viento», Barataria, 2014, 2015
©André
Cruchaga
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