ECOS DEL
GRITO
A la hora resignada, este remedo de voz, furtiva carne sin dioses,
ni rezos. A lo lejos,
se oyen las imágenes grises de la niebla,
el diente del titubeo
del mar detrás de la algarabía de la espuma,
el grito del presente
en el misal de las afrentas.
En la cercanía del
cuerpo, todas las monedas del disfraz:
la ruda sobre la
joroba del acantilado, el «follaje delirante.»
El grito imprime su
filo en el dorso y sangran las cortinas
de la eternidad. (A menudo, uno supone que no existen
más horizontes a la respiración ardiente del resabio,
y que se debe estar condenado al oráculo del
silencio.)
Nunca he sucumbido al
hoy y sus demandas, cada quien talla
su impronta, aunque
muera en el intento de cada día.
Siempre ando
desarmado como lo hace cualquier pacifista.
La culpa, que no es
mi bufanda, retrata con cierta sutileza,
las diversas sombras
que habitan en el dispensario de la hoguera.
(Hay que nacer de nuevo y no entre espejismos.)
Seguro que será
mañana el desvaído del grito, sin ponzoña,
sin ninguna señal de proeza.
Pero siempre estará
ahí el eco obstinado buscando una salida en los ojos.
O tal vez no.
O solo nos desuelle
la piedra
del cadalso.
Del libro: «Se han
roto tantas cosas con el viento», Barataria, 2014, 2015
©André Cruchaga