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lunes, 2 de abril de 2018

CÁNTARO ABISAL

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CÁNTARO ABISAL




Conozco los vacíos que dejan las iglesias en los ojos,
las palabras agonizantes y endurecidas en el agua,
los designios cada vez mayores del cántaro roto,
sumergido en el fluir de la memoria.
En el interior del pozo, el fuego dilatado;
el sonido que desangra las bisagras del insomnio.

A veces, en el quicio de la puerta se coagula la angustia:
la garganta absorbe el grito de los trenes,
las manos hundidas en el sueño,
el espejo que siempre es un salto mortal sobre la hoguera.

(En el espantapájaros de la muerte,
la vida nos engaña,
o es otra manera de latir con algún desenfado:
¿Hacia qué hondura nos hundimos,
gris arcilla en el ojal del traje último?
Hemos sido los tristes de siempre,
jamás escapamos ni huimos
con nuestros ojos agredidos,
de este mundo sumergido los calcañales.
El barro cada vez se perpetúa en la conciencia,
sombra crecida en el alma,
nacida del reloj debajo de la roca.)

En presencia del aire carcomido,
los tiestos quemados y desteñidos,
del adoquín sobre los huesos,
artificios del poder en candelabros:
somos extrañas gotas del alambique,
aguas reventadas en el pétalo de la saliva,
al servicio de la ceniza o la alegoría.

—Intentamos evitar las monedas gastadas del pañuelo,
la sombra del cántaro roto,
y la humareda anónima de ciertas liturgias.
en el tragaluz de alacenas gastadas,
humea el subsuelo sin restañar
el taller de la risa,
el consorcio de la lluvia,
las palabras ardiendo en la gente,
el azúcar de la sábana.

Todo cae sobre la línea del horizonte:
ahí la piedra despierta del duelo,
simple añico el tiesto del futuro,
la cabeza hipotecada al subsuelo
como el pensamiento en el anaquel de algún epitafio.

Al peso de los párpados, en la boca del búho,
el eco húmedo de la campana subterránea,
el semen pulsante de la ebriedad,
la audiencia del albedrío en el despojo:

(Nos achicharrados en la ceremonia secular del olvido,
empozados en la última alforja del día,
sin impedir la trastienda oscura que hace de la voz,
suicidios a destiempo,
—que nos ocupa con hipoteca,
hasta ser en paralelo, la sombra del señuelo,
ese vívido fondo de las sombras,
el abismo en cifras del harapo.
La intemperie tiene extrañas latitudes:
existimos en el sonido de la breña.
En la ceniza del pecho las erratas de la brasa,
la herida en su diluvio de estertor,
el zumo de la piedra cansada de ojos,
—tus ojos y los míos—,
envejecidos de dureza y pesadumbre,
definitivos en el dardo de la oscuridad.
Cierto.)

Cada vez duelen los pretéritos:
en el cántaro sumergido de nuestra humanidad,
sólo está el hueco de los tabancos,
la sombra y las mismas preguntas del péndulo,
la limonada sin azúcar de las ventanas:
allí el cuerpo largo de los tropezones.

Para salvarnos no es suficiente dejar de morir,
en medio de la maraña de la hojarasca,
vomitar las moscas del subconsciente,
sino, hacer creíble la luz,
sacudir las llaves del delirio y correr como un niño,
sobre los rieles esenciales de las aguas
que fulguran en el pulso:
saltar de la duda al fuego de la verdad.

Poemas sin filiación.
© André Cruchaga

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