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sábado, 10 de febrero de 2018

SOMBRAS ABISALES

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SOMBRAS ABISALES




A anegar desde acuosas preñeces
la diaria enemistad de la vida.
Carlos Martínez Rivas




Después de las tinajas, después del sonido negro
de la tierra, la frazada baldía de espejos,
la linaza en la noche.
Han ido desapareciendo los cuerpos enteros y,
tenemos en cambio,
sombras como las ojeras de la historia;
desvivo el ojo en la aldaba de los asesinos a sueldo,
negro viento de sombras después de la tormenta.

Jamás pude quitar del atrio de las sienes,
la epidermis sudorosa de las dulzainas,
el escondite minado por las almádanas,
los aceites del bosque para confundir el olfato;
en algún lugar donde dormí,
subieron los insectos  al cuerpo,
soltaron raros fluidos en el horizonte. 

Un hombre como yo,
está acostumbrado a vivir entre muertos:
todavía llevo en los costados respiraciones de ceniza,
insectos que han subido a la mendicidad de mi cuerpo,
grifos sepultados en nichos improvisados,
árboles sustituidos por frondas de alfileres. 

—En cada vado que hice durante la marcha,
los toros lamieron la sal de mis manos,
mientras la boca tragó
todo el humo de los equinoccios;
así embriagó  la luz mis poros abiertos a la urbanidad,
al paraje hondo del cieno. 

Yendo de aquí para allá  me asaltaron las preguntas
y nunca tuve respuestas ciertas, 
siempre el cortavidrio en medio de la alambrada,
la hermosura de los dictámenes desfavorables,
—vos, acaso,
con la locura mayor de las cobijas,
el cielorraso de las persianas en el suelo,
el huracán del vértigo sobre la caligrafía,
la usura llenando las arcas de los desahuciados,
los que siempre explotan la pobreza.

Sé que la historia salvará mi respiración
(o la hundirá, en todo caso) a fuerza de abdominales;
mientras acontecen tantas promiscuidades,
las mareas se han vuelto volátiles,
salada la tempestad de las poluciones,
el sexo devorado por el robo de identidades.

Me aseguro de escapar del circo cotidiano.

En cada puerta abandonada,
hay desperdicio de guitarras: llaves inhabitables,
sombras de la más adusta feligresía,
noches asumiendo los peces del tórax y las ambigüedades,
en el doble discurso de los tapiales.

Así subo o bajo las escaleras de los sótanos,
el amor semienterrado del invernadero,
el grito de la catacumba a golpe de espasmos,
viva la libertad de las vitrinas,
del maniquí robándose la piedad del movimiento de los astros,
en su rotación de sombra ciega.

Por suerte, aún puedo golpear las ventanas,
y censurar la parsimonia
de las pupilas ante la implacable tortura de lo hondo.

No niego que de mi boca salen monólogos,
—aunque nada que ver
con el de Segismundo, de “La Vida es sueño”,
quizá un poco con
“El gran teatro del mundo”:
en la asfixia muere mi saliva,
el temor a los gusanos que tocan a mi puerta,
los sueños convulsos
de los muñones en el dogma revivido.

Sufre el país pero tampoco importa.
(Tiene ese dolor al que se maldice todos los días;
es un extravío más del aturdimiento y la demencia.)

Barataria, 2011
Del libro “TRASPATIO”, 2011 (inédito). 119 pp
© André Cruchaga

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