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jueves, 11 de enero de 2018

ESPEJO ÚLTIMO

Roberto Manzano





ESPEJO ÚLTIMO




Al poeta Roberto Manzano Díaz,
maestro y hermano en la palabra.




Es extraño dormir con los ojos abiertos y no saberse
parte de este mundo ni albergar un pan en el abismo
de la medianoche,
en las calles con los zaguanes cerrados,
en la entraña desnuda del cuerpo que se torna fantasma.
Uno deambula  a través de transparencias inusitadas:
relojes inquietantes crispan las sienes por ese camino
donde los gallos surgen a destiempo bebiéndose el rocío.

El pecho ha cambiado sus sueños por recuerdos.
(Emergen los sollozos líquidos del espejo.)

Otra puerta sonríe desde el umbral sonoro de los pájaros;
otros escaparates hay en los estantes del cielo con ventanas
de gratuito viento (feroz melancolía de trenes,
para cambiar el lenguaje
de los meses y la hoja caída junto a la piedra)…

En realidad todo es extraño cuando el cuerpo reposa.
Pero también cuando se sienten encima tres mil años,
de olvido y honda gangrena en la sangre.

El aliento zumba
igual que un pájaro negro en el lecho, igual que un estante
sin párpados destinado al vaivén de los martillos.

Vivir es siempre gastar los zapatos entre banderas
de mohosa ralea:
nada es diferente a la madera usada para féretros,
nada es diferente a la mesa sin comida y muchos
comensales hambrientos.

Nada, por cierto, a los dobles imperdonables de la torpeza.

Después de todo,
al pie del lecho está la tierra esperando,
nada más esperando por esta hambruna que nos viene galopante,
sin brida, omnipotente,
con orgullo de azadón y desolada sombra de huidas.

Durante la noche veo pasar barcos y trenes y azacuanes.
(Las mismas opacidades rompientes de la deshora.)

Al despertar estoy en el mismo sitio con el hollín del tiempo
transcurrido en mi rostro de abismo y ojeras,
como un tabanco de silenciosos adoquines
por donde ha pasado el humo despiadado de las sombras.
Vivir es fundirse con estas Gracias:
formas sin cifra en su eco,
pastos de agotados rebaños,
cortinas de gigante espuma,
furtivas páginas que no escribe el horizonte
en los muros que muerden las ventanas…

Vivir,  es también, contener a ratos los arrecifes del sollozo:
la trenza del viento con su peligrosa garganta,
la sal de la tempestad
cuando aparece como mantel líquido en los labios.

Entre callejones de sorda trementina transcurren los días:
no hay flores ni violines ni un gastado blues de taberna
que ronque junto a los lóbulos de este final incierto del hambre:
sólo rostros con la desnudez de una oscura escritura.
Sólo ojos es un sumergido cerrojo.

Yo llamo a este mundo,  el albañal de los cadáveres.
A fin de cuentas,
hacia eso nos lleva el verdugo con frac. El desamor en su féretro.

Es triste, pero es cierto:
sólo se escucha la voz del vejamen
con su tiesto de vértigo,
con su voz de vaporoso cigarrillo.
Es triste, pero es cierto:
cada vez el mundo es más trágico y confuso.
La saliva de la noche oculta la luz,
la vuelve ciénaga
y feroz ración de palpitantes cacerolas…

En los parques los pájaros aprietan las sienes con nostalgia.
También ellos dejaron de adivinar el cierzo en los sueños.

Crece la noche. Crece la gran noche del planeta.

Los pies apenas pueden con un panal de ruiseñores,
las piernas ya no dan para saltar la hoguera del eco:
al parecer únicamente nos queda reír
y cruzar los brazos
como esa obsesa ola de los encajes nupciales…

Del libro “INTIMIDAD DEL DESARRAIGO”, 2008 (Inédito) 130 pp
© André Cruchaga
Fotografía de Yaimí Ravelo, tomada de Cuba Ala Décima.

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