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viernes, 29 de diciembre de 2017

PECES CIEGOS

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PECES CIEGOS




La inexistencia es hueca como las máscaras y su visión es
lívida, pero tú oyes el grito de las madres del agua y acaricias
los ojos que vieron la inexistencia.
Antonio Gamoneda




Gastadas corrientes de la zarza
sobre el pez antiguo del balcón.
Venimos de rostros gastados por gotas de tiempo,
Instantánea espuma en los ojos,
líquidos espejos deshabilitados sobre adoquines.
Amanecemos vencidos por bocas oscuras.
En las  manos, la bacinica de la niebla hasta las rodillas,
hace del juego pulmones sacudidos,
chorritos de sol, pedazos de sonrisas reales,
ventisca de ojos fallidos,
relojes de polvo mordiendo los poros, 
desfile de musgos compungidos, ancianos ya sin ciudadanía,
pequeños lavatorios para el llanto oportuno,
mordiscos de vitrinas como anzuelos domésticos,
monotonías de la boca
colgando del ciempiés del sueño.

En las tumbas callosas de la labranza, las torpezas a la vista,
el surco de la sangre anegado de tierra,
ecos de la ventana sobre el plato íntimo de la sábana.
En esencia, la luz hermética y de rodillas.
Las hormigas trasegadas en sal,
los platos rotos del amor benigno.
La mendicidad a la orden de todos los días.
Nos guarecemos en el balcón de la espina;
somos el granero de su recuerdo,
el aún zapato sobre el adoquín.
La ropa colgada de la alambrada,
la conciencia trabajada en cada página irremediable.

Me aferro a esta doctrina de símbolos.
(Como un pez ciego improbable de escalofríos.)

—Árboles bajo la nube de la promiscuidad,
amorosas lágrimas de la sobrevivencia,
empapadas de yerba glacial, calles de cercanos
carbones a punto de colapsar en la boca,
a punto de morder los calcetines,
y olvidar la risa en el agua ciega de los días finales.

Desde luego no es fácil contener la risa en la concavidad
de las manos, en el dedo gordo de la tierra,
en la llovizna del grito acostumbrada al miedo intemporal
de los guacales respirados por el frío.

Desde luego la ubre de la noche
abre su moho de rosa olvidada en algún rincón de sí misma.

Agoniza la ventana de las luciérnagas
frente al extraño apetito de la boca,
frente al punzón inerte de la siesta,
frente al violín de la misa. Y su severo desaliento.

Siento que los párpados como quemaduras del agua,
arrasan con las paredes hasta sólo quedar el luto.
Hasta solo la respiración maloliente de las idolatrías.
De pronto, también, ya nada es posible en la memoria:
cada calle tiende telarañas,
amaneceres descalzos en el sombrero,
hambres que los pétalos no entienden,
bejucos de ciego sabor, batallas perdidas por la sangre.

Desde los cuatro costados, la sal en las costillas,
las verdades a medias de las cartas,
húmedas de herrumbre.

Al final, los peces mueren enredados en la corriente,
en los simbolismos indecibles de las espuelas y las ganzúas.

Barataria, 16.IX.2010
Del libro “TRAGALUZ”, 2010 (Inédito) 160 pp
© André Cruchaga

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