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domingo, 24 de diciembre de 2017

OFICIO DE LA EXTRAÑEZA

Imagen: Pinterest





OFICIO DE LA EXTRAÑEZA




Después de la desnudez quedan las palabras y las postales.
La historia que transcurre de la puerta a la cama,
el paisaje vivido, —reducido a la memoria, la escalera de los recuerdos.
Hay instantes de bienaventuranza para respirar la luz del amanecer.
Cada día, sitiados por la hoguera, hacemos el fuego:
nos gozamos, palpitamos y frotando las manos como un haz de orégano.
El mayor oficio de la extrañeza es escribir en tu ombligo palabras
no dichas. Palabras, —digamos—,
que nos advierten umbrales.
Ante el frío, busco el libro de las sábanas.
Cuando deseo escribir un poema, me siento a mirar fijamente
el horizonte, la tierra que despierta en la luz,
—el principio de la idea está en la desnudez del verde.
A menudo el silencio se vuelve necesario, e incluso abierto
equilibrio en la doble agua del espejo que nos mira.

Cuando hay neblina, el cielo baja a las calles a realizar sus quehaceres
de transeúnte doméstico. Es un juego insospechado de oruga.

Dos cuerpos desnudos constituyen una sombra obstinada:
Sombra de un jardín inefable, alcoba abierta a lo derramado.
Escribir un poema siempre es una forma de morir:
cada palabra nos libera de los desgarramientos
y de las asas rotas de los significados.
Cuando dos almas se miran, es una sola lágrima de azúcar
la que brota de todo el firmamento profundo del cuerpo.
No hay nada más frágil que el vilano del arcoíris en los ojos
de la espera, en ese otro mar que la piel transpira en sal.

Digamos que la respiración es el aleteo supremo de la vida.
Digamos que nuestro oficio está hecho de miel y fuego.

Cuando llega el crepúsculo a mis manos, impera la tinta blanca
de la luz con todos sus pájaros de amorosa caligrafía.
Cuando los zapatos se cansan de caminar, pongo a descansar
mis calcetines: lo benigno siempre es leve.
Lo benigno es inamovible.
Por más que la tormenta arrecie en las sienes,
la audacia es herramienta infalible.
No hay puño que derribe las palabras, ni saña que arrase
el buen pensar y sentir.

(Ah, pero cuando te presiento, me es suficiente el olfato;
entran por la ventana los alelíes;
en las pupilas, las olas de la respiración.
La alegría de las puertas acumuladas, abre la madera y empieza
la fuerza de la ráfaga a subir la escalera del bosque.
Cuando estás, estamos, en ese extrañamiento del estertor:
el murmullo siempre es tarea difícil de ocultar,
cuando color y luz empiezan a cambiar de lenguaje.
Cuando estás, estamos, paladeando el obsceno laberinto del sendero.
Cuando estás, estamos, visibles, irreconocibles:
es el ejercicio de libertad decantando,
indispensable frente a la noche que madura en las bocas.)

Huimos con el aliento desabrochado de la fuga: es siempre claro,
este oficio de desfallecer en la herida.


Del libro “HUÉSPED DE LA FUGA”, 2010 (Inédito) 150 pp
© André Cruchaga

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