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viernes, 3 de noviembre de 2017

BRASA

Fotografía cogida de Pinterest





BRASA




Es sobre todos los goces de la tierra
y sobre todos los deleites
y sobre todo los contentos.
Santa Teresa de Jesús




Quemo mis manos y mis brazos en el braserillo del incienso, ciego afán de mi conciencia presa de pálpitos: como un monaguillo esparzo las sombras enlazadas a la providencia de redimir mi ánimo en letanías. En ardimientos extasiados. En rezos de inmemorial escritura, pues dicho está que hay que dispersar los sueños, y a cambio, la respiración de los papiros, de la más alta liturgia del espejo, del más alto aroma del respiro. Quemo mis manos como lo hace el abad con su devoción de vigía, salmos y evangelios aquí, en el retablo del pecho, aprendiendo un destino diferente en el sahumerio de la alianza, sumido con gozo en el jardín de las palpitaciones, ardido en la recurrencia de la transpiración, después de trascender en el desvelo de la noche que incendió mis balsas, de la brasa que nunca me convirtió en escombro, sino que me elevó a la alacena del tiempo infinito,  no ese que desgasta como un océano la tentación de la lluvia. Aunque fui pájaro buscando nido, encontré en mi propio subconsciente, la semilla del guiso, la estrella primordial de la leche en el regazo de los lirios, blancos lirios de luna y alacena, de solar crisálida. Digo, ahora, que el embrujo me viene de lavar los pies en el horno de la Gracia, consagrado a la espiga que sostiene el arcano; digo, además, que no en vano, he cruzado la noche del día, la zanja de fluir en el agua, la sal de los barcos crepusculares, la agonía que en un instante parecía hogaza en el desván de mis ojos, en el muro del lamento de la batalla emprendida, mendrugo de alas en mi balbuceo. He caminado sobre el alfabeto más inhóspito de la hojarasca, —y vos, sueño, ¿dónde estabas entonces? ¿En qué ordeño, conjuro y cocina? ¿En qué mar sin mirra de jardinera? ¿En qué destello te hiciste leña para la fragua? ¿En qué poyetón se volvió parábola la hostia y el pinar en trino? Quemo mis manos. Las he quemado. Ha ardido, también, el entrecejo en la ceniza; y ya habiendo respirado los ecos de lo ilegible, emprendo de nuevo la lectura de la miel, el aroma y el aceite. La estufa, entonces, es un arca sin pañuelos, donde los días oscuros se vuelven incienso y harina para la normal comida del adviento. Quemo mis manos. Ya las he quemado: ahora es nuevo el imaginario que las puertas me proveen. Nueva la palabra aunque haya estado en la bruma más antigua. El tiempo enfunda su pasado. Sobre todo el contento de los brazos, la voluntad de quemarme las pupilas y de atardecer en el rincón de mi aliento.
Del libro “MOTEL”, 2012 (Inédito)
© André Cruchaga
Fotografía cogida de Pinterest

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