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GRIETA DE EBRIEDAD
En el hangar
donde comienza el pulso naciente, los líquidos ajados
del sueño y
ese fruto colmado del crepúsculo y la cópula urdida en jardines
desvencijados,
entre la resina y la niebla de los cuerpos que ascienden.
Cuando se abren
las hojas del despojo enceguecen las carpinterías.
Un sinfín de
piedras se clava en las esquinas del vértigo;
y sin
embargo, no palidecen los objetos doctrinarios del vacío,
ni escasean
las más lúgubres imágenes que auspician los maleficios.
Entre los
matorrales que palpitan en el sollozo, está la tenacidad metálica
del
sueño, y el nombre absoluto de la sombra
que desnace
alrededor de
las líneas marchitas de la ceniza.
Nadie sabe,
por cierto, de la sequedad infinita de las semanas,
de la
melancolía que viven los párpados en lugares donde la nieve
es una
lámina de feroz desnudez.
Yo lo sé
porque he sostenido el frío en lo corpóreo, hinchado de gemidos,
carcomido
por ese caballo de rituales mudos y desfallecidos.
En la boca
comulgan diversos arquetipos.
Arde el
largo cuchillo del frío y su tenacidad de estatua sombría.
Mi cuerpo se
rebela frente a la memoria abierta del infinito: siempre hay
cierta
demencia cuando se arremolinan todos los recuerdos.
Supongo que
el ansia es una especie de fuego sonde oscilan huesos
y linternas
hoscas de colillas.
(A menudo el vaivén de la hoja del viento no cabe
en las pupilas de la linterna,
ni este costal de enfriados pálpitos, ni los
ahoras encarnados e inevitables.)
En la noche
vuela la ceniza como corazones desvencijados.
Cada quien
está hecho de músicas agónicas y de evangelios apócrifos.
En algún
lugar nos sorprenden los sueños de los muertos, siempre los sueños
totales,
reunidos y al descubierto.
Todo nos
pasa hablando como una lluvia de pañuelos.
Nada se
extingue en cuerpo que desea, aunque esté moribundo.
Allí los
peces y sus persistentes poluciones. Allí el alud de estribos
y acaso,
también, la sed abatida del suicidio, la orfandad cegadora,
donde todo
lo van modulando los pájaros insomnes de la piedra.
Tras el
telón de las conjeturas, se incendia el paisaje y su Edén de palabra
incompleta,
y su redondez de candelabro lascivo,
y su
plegaria de pómulos impasibles,
y sus
líquidos pasteurizados y sus yaguales de ardua escupidera.
Nuestro
tiempo nos muerde hasta dejarnos amoratados.
Cada quien
lo sabe cuando destruye la sed y los viejos inventarios de la luz.
Me resulta
imposible este abismo podrido de infinitos, frente el mercado
de pulgas
que comulga con mis ojos: la cobija es una fotografía sin ropa.
Lo es
también cualquier artificio de la lengua, el territorio de las concavidades,
la manía de
acercarme al barco de los ombligos sin pensar en la noche.
Uno cada día
regresa a habitar un cuerpo y se ahoga en lo inefable.
En el
aniquilamiento, el refugio son los cementerios, aun cuando el ímpetu
sea ya calle
desierta, sitio en blanco y negro de las
degolladuras.
En el ojal
del estertor se ven las agonías y los lugares de aquella desnudez
de la
albahaca, las proximidades al confeti,
o las
azoteas del escombro con todo y su absurda exterioridad.
Cierto es
que tras bambalinas y sus alrededores se hospeda cierta sospecha,
algunas
jugosas y admisibles desnudeces, algunos pedernales labrados
por los
sueños más inexplicables.
A mitad de
los predios baldíos, el estiércol y su súbito sonambulismo.
Así es como
uno le toca el fondo al despojo y a los juegos del espejo
en la
memoria y al colorido desfalleciente de la atmósfera.
Total, si
algo recuerdo, es esta grieta de ebriedad perenne, indecible
como las
telarañas, extraña como los bostezos adustos del mundo que vivimos.
Barataria, 2017