Imagen cogida de la red
CALLE DE LOS SUEÑOS
La calle de los sueños todavía no
ha llegado a este paraje. Persiste el trópico
de la espina, y el junco oscuro
atado a nombres sin ojos, desgarrados
de tanta herrumbre: uno no sabe
al final, cuántas noches atraviesan
la garganta, cuántos silencios
abollados hay en las ojeras,
cuántos cirios duermen junto al
sudor que emana todos los días de los poros.
Hay voces anónimas idénticas a la
zarza. Vicarios sin rostro.
Nadie descansa ante este
primitivo baile de moscardones y cuervos.
Nadie se fía del huracán helado
que entra a través de las ventanas y el tejado.
(Por cierto, ya no nos extraña la desesperanza, ni el aullido de
los números
redondos del gemido, ni los niños que no son tan niños cuando
juegan
a lo salvaje, ni la huida, ni el frenesí que provoca desmontar la
vida.
Pasó el tiempo de la luz y la ternura, tenemos en cambio, aviesos
lenguajes
y abrigos flagelados. Y desarraigos en los cuatro costados del
aliento.)
Tiemblan las manos y los fríos
que provocan los pañuelos.
En la bruma el pozo macabro de la
humedad, el vendaje y el silencio
sobre el césped, los dientes
enterrados en el musgo.
Uno ya no sabe a quién pagarle o
cobrarle por tanto veneno en las calles.
Uno no sabe si el veneno llegará
hasta la última teja de la conciencia;
el vómito se extiende por todo el
cuerpo, hasta fermentar la totalidad
de los prostíbulos y los
embarcaderos del día a día.
Los clavos de la orina son
inminentes en la intemperie: el viaje es entre brasa,
máscaras y alfileres y
guantes de negras alambradas.
Barataria, 04.IX.2015
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