Imagen tomada de la red
PERSIANA LÁCTEA
Blanco el poro de la madera, el resorte de la duda, la lujuria crecida de los tornillos: se abre de par en par el azúcar de la lluvia, el cazador de ríos ciegos abajo del aposento oscuro, cielo lascivo del cuerpo. Ante cada respiración me azuza la sed, allí sobre la yedra inclinada de los labios mayores de la arcilla, donde la tormenta descendida se vuelve innumerable, insomnes manos de melódica curtida en la habitación del humo, en el epitafio del mapa de los trenes escrito a dos voces de la brea. Nos muerden los charcos pisoteados de la leche, después de enfriar las paredes del precipicio, bisagras con el agujero fijo del escalofrío. En mi oficio de inventariar nostalgias, me vienen las persianas como un espejo ahogado llorando en la arqueología de los trenes, en ese retrato al carbón de los relojes tirados sobre las baldosas hambrientas del pedernal. Todo de pronto es incierto sobre la espuma negra del asfalto: columnas de zapatos como lenguas furibundas, largos trenes con ganzúas, desvencijadas puertas en la madera de la lengua, toneles de imágenes en desagüe de esta locura próxima a la esquizofrenia. (Pero me quedo aquí, de todos modos, aruñando el tardío cauce de las aguas, el tranvía lácteo de los vestigios, esta terrestre furia del otoño, cuando todo parece una hecatombe, superior a un tsunami. Por cierto, estoy próximo a la oscuridad después de haber colmado el bosque y masticado los insectos circundantes a la entrepierna de las tapicerías. Estoy cerca de accidentarme, otra vez, en los alfileres, en esa violenta humedad de la desnudez.)
Barataria, 04.IX.2012
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